Gastronomías

El chef malote: último acto, por Pau Arenós

Cultivar el aspecto agresivo es contemporáneo

Cansado de defender el vino natural

Si el café es una porquería, devuélvelo

Un grafiti de Anthony Bourdain en Santa Mónica, California.

Un grafiti de Anthony Bourdain en Santa Mónica, California. / Efe

Pau Arenós

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El chef malote es fácil de caricaturizar. Su aspecto determina, aunque tenga un corazón de gel, que se deshace.

Se les identifica rápidamente: un montón de tatuajes dan la bienvenida. Trozos de piel taraceados con cuchillos, ingredientes, llamas, rasgos de pertenencia al oficio. Los tatuadores han tenido que hacer un cursillo rápido de menaje.

El cocinero o la cocinera que no se tatúa debe de sentirse una merluza –que es pescado tibio– en las cocinas fieras. No hablo desde el prejuicio, sino desde la descripción.

Cultivar el aspecto agresivo es contemporáneo. No solo con las marcas en la epidermis, sino con otros aditamentos de pirata.

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La culpa es de Anthony Bourdain (1956-2018) y aquel libro que publicó en el año 2000 (¡23 años!) con éxito planetario: ‘Confesiones de un chef’.

Ha entusiasmado a varias generaciones de cocineros y ha dibujado a machetazos el retrato de una parte del oficio, el rocanrolero, y ya pasadito de moda: la violencia, las drogas, el alcohol, el lugar de trabajo como sentina.

Y nada de eso es mentira, solo que está en retroceso: o debería estarlo.

Un cocinero, en una conversación reciente, me recuerda la impresión que le causó el volumen –y de ahí estas líneas– y cómo le dio una visión dopada de la profesión

La culpa no es de Anthony Bourdain, que tuvo un mal final, sino de quienes lo leyeron y lo interpretaron como el relato de un héroe.

El primer chef malote de nuestros tiempos fue otro, Marco Pierre White (1961), retratado en la portada del libro ‘White Heat’ (1990) como si se acabara de levantar o todavía no hubiera ido a dormir, la cara revuelta y los pelos de almohada.

Puede que la muerte de Bourdain también fuera el final –el principio del fin– de esa perturbación.

En realidad, este texto no tiene nada que ver con los tatuajes –que cada uno haga lo que quiera con su cuerpo–, sino con la necesaria desaparición del chef tóxico, tenga la piel inmaculada o manchada.

Esa gente tiránica y atrabiliaria no tiene lugar en las cocinas.

Ni en la vida.

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