TINTA CON HISTORIA

El chef que se tatúa estrellas

Aurelio Morales, chef del restaurante Cebo, escribe sus deseos y aspiraciones sobre la piel

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PAU ARENÓS

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El cocinero Aurelio Morales (Alcalá de Henares, 1982) se hizo tatuar una estrella en el brazo izquierdo, con una mezcla de deseo y profecía. Ha llevado a cabo la mayor parte de su carrera en restaurantes en esa órbita, la de los cuerpos celestes. Dos años ha tardado Cebo, el establecimiento que dirige en el madrileño Hotel Urban, en enganchar al anzuelo el reconocimiento, junto a la validación de otras publicaciones locales que lo asientan entre los primeros restaurantes de la capital y uno de los más difíciles en los que encontrar mesa.

De nuevo, con un compuesto de superstición y apetito, ha pedido que le dibujen la segunda. Va a por ella. ¿Y la tercera? «Sería muy atrevido». Justifica esos sellos de color rojo con una frase ilusionante, y de una inaudita inocencia: «Nunca hay que perder de vista los sueños». Las ve brillar cada día en la muñeca. ¿Puede generar ansiedad el recordatorio o sirve de espuela?

La hechura de Aurelio, conocido por todos como Yeyo, es concluyente. Un hombre fuerte, no muy alto y promiscuamente tatuado: «Tengo entre 30 y 40 tatuajes». Desde el prejuicio se le podría confundir con especialistas en trabajos en seco como porteros de discoteca, guardaespaldas o forzudos. La elegancia de sus preparaciones sugiere otras labores. Solo desde la sensibilidad es posible la salvaje delicadeza de servir un embrión de gallina con espuma de huevo y torreznos (¡que la clienta alemana vestida de Chanel no se dé cuenta de qué se lleva a la boca!) y los boquerones marinados, caldo de 'garum', helado del pescado azul y la espina frita. 'Boqueronísimo'.

Hay cocineros que no llenan la chaquetilla y otros, como Aurelio, que la desbordan. En la luz tenue de la sala de Cebo, durante el servicio nocturno de un viernes, los clientes impresionables no ven esa cartografía íntima en la que ha convertido su cuerpo, aunque se escapan algunas ramificaciones.

"Son muchos golpes. El fallecimiento de mi padre, la ruina, el cierre de un negocio..."

La cabeza y la trompa del dios Ganesha cubren la mano derecha y sobre los nudillos de la izquierda se lee en mayúsculas a modo de grito: RESILIENCIA, la capacidad de adaptación frente a lo adverso. «Son muchos golpes. El fallecimiento de mi padre, la ruina, el cierre de un negocio… Pero hay que levantarse y mirar al frente». Se apoya, muchas veces, en Patricia, su pareja: «Es la mejor».

El chef se mueve entre la barra de la entrada, donde se elabora o monta a la vista, y la discreción de la cocina, una ráfaga blanca en el comedor que dirige el experimentado Paco Patón. Solo dan de cenar a 24 clientes en mesas suficientemente espaciadas para que cada uno se concentre en lo suyo, y sus placeres.

Bodega acristalada de la que el sumiller Jacinto Domenech saca vinos luminosos como el champán rosado Perrier-Jouet, el rioja Selección Mónica Ramírez o el canario Llanos Negros Los Tabaqueros.

15 pases sin pausa

Llegan el pan de churros para situar al forastero, el buñuelo de 'calçot' y emulsión de romesco con erizo que recuerda los 12 años que Aurelio cocinó en Catalunya, la mayor parte en el Miramar de Paco Pérez, donde llegó a ser jefe de cocina; el puerro fermentado y la huevas de mújol en semisalazón ('kimchissoise', la llaman), los guisantes del Maresme con 'espardenyes'; el canetón engrasado y madurado en su jugo (y 'gulash') y una cresta suflé de gallo y la 'royal' de cochinillo con la piel formando una c. C de Cebo. Se suceden sin pausa los 15 pases, una velocidad que agradecen los estómagos siempre temerosos de los servicios atascados.

"Con 17 años quería ser el mejor cocinero del mundo. Pero no moriré en una cocina"

Aurelio y Cebo, y esa ansiedad innata del cazador, se emboscan en el centro de Madrid, a tiro  –es una frase sin violencia, señor agente, una figura retórica– del Congreso de los Diputados, en ese singular Hotel Urban, con un museo dedicado a piezas de Papúa Nueva Guinea, la figura de un Bodhisattva de la dinastía Qing en la vitrina de la habitación 235, unos huevos Benedictine con beicon en el desayuno y el Glass Mar, el restaurante que dirige el cocinero Ángel León desde la distancia de El Puerto de Santa María y donde gotean las botellas del amontillado Yodo e implosiona la ventresca de atún a la sal cubierta con tomate.

Aurelio sufre porque al día siguiente –sábado por la mañana– querrá saber detalles sobre la cena, sobre si fue satisfactoria, y sí, resultó altamente placentera. Una cierta congoja, probablemente de serie, lo atrapa: «Padezco porque intento ser mejor. Por profesionalidad, me interesan las sensaciones, las reacciones, aprender». 

Necesita demostrar algo y es que ahora que tantos hipócritas se desligan de la cocina de vanguardia como si causara ronchas, él sigue fiel a Miramar y a El Bulli y al legado tecnoemocional: «Defiendo la vanguardia, la cocina moderna, como quiera llamar a ese movimiento. En estos momentos se la ataca más que se la protege. No está de moda. La moda es el cocido».

En la adolescencia, Yeyo quiso ser tatuador: «Me gustaba la pinta que tenían, lo rebelde». No le dejaron en casa, tal vez por aquel abuelo legionario en cuyo cuerpo era imposible encajar una imagen más. Para resarcirse, se ha comprado una máquina y se autotatúa. Ensayó con piel de cerdo y se atreve ya con la propia.

En 1999, y después de pasar por escuelas de Alcalá de Henares y Guadalajara, hizo prácticas en el Miramar, en Llançà, donde el Mediterráneo es un norte. Era verano y perdió 15 kilos en aquel rito de iniciación, que terminó en septiembre con una cena conmovedora en El Bulli: «Fue algo trascendental. Es como cuando Iker Jiménez dice: ‘Algo cambió la vida de…». Su perro, que murió, se llamaba Bulli. Tiene entintada la huella. Y aún más: también el símbolo de aquel restaurante –un bulldog francés– y el perfil costero de Roses, cala Montjoi, Llançà y Cadaqués en el brazo izquierdo. Y, como guía, los 1846 platos que salieron de El Bulli y el año del cierre, 2011.

Trotó durante un tiempo por Madrid, Holanda y Catalunya y en el 2008, con 26 años, cuando la crisis sacaba dientes de lobo, abrió La Almadraba, en su ciudad natal: «Me arruiné. Sí, me arruiné: he acabado de pagarlo hará dos o tres meses. Dejé la profesión y empecé a estudiar para policía, quería ser funcionario, GEO, encontrar algo seguro. Además, mi padre había fallecido…».

La desorientación, el hastío, el fiasco. ¿Contra el derrotismo? RESILIENCIA, como se lee en la izquierda de este hombre zurdo. Se reenganchó a la cocina de una forma sencilla: volviendo a sentirse completo y vivo durante un servicio. «Si te gusta, te hipotecas para toda la vida”.

A los 32 años, y después de largo tiempo con Paco Pérez (“es como mi segundo padre»), se instaló de forma permanente en Madrid, primero en el restaurante Ramses, tumba de faraones gastro, y, después, en Cebo, donde atrae a los clientes con ricos señuelos: «Tenía que volver y ayudar a mi madre. Yo no tengo nada, no tengo dinero. Ni mi familia lo tiene».

El primer tatuaje

Pequeño diario en la epidermis. Frases de El Principito. HUGO (con la letra trémula de un niño, su sobrino). Papá. Mamá. Diamante (éxito). Un gorrión (libertad). OIDO!! Invencibles. Un sol en el pecho. Una gárgola (el primero, se lo hicieron cuando cumplió los 18). Y dos estrellas. «Con 17 años quería ser el mejor cocinero del mundo. Hoy me gustaría serlo, pero no lo voy a ser. Quiero tres estrellas, pero no moriré dentro de una cocina».

En el móvil, las líneas de su biografía futura, lo próximo que se tatuará. Ha escrito:

Coordenadas de Cebo. Imagen de Peter Pan en negro. Haz que suceda. Cebo. Diatomeas. 'Memento mori'. Lo que hacemos en vida tiene su eco en la eternidad. 'I have a dream'. Búho cuello. La toalla se tira dos segundos después de morir. Ilusión. Agradecimiento. Espiritualidad. Sacrificio.

Pero, por encima de cualquier ideograma, la potencia del puño, y las mayúsculas sobre cumbres y valles, a modo de proclama, bando, síntesis: RESILIENCIA.

Ser flexible y adaptarse. Caer y levantarse.

No rendirse. Nunca.