Una comida en Le Comptoir

Anthony Bourdain, en el "bistró perfecto" de París (o no)

Recomendar un lugar es una tarea ingrata porque conlleva una responsabilidad y un equívoco: la infalibilidad no existe

Mesas pegadas y servicio distante, manitas de cerdo rellenas de col, caracoles con mantequilla y fuagrás con alcachofa

Anthony Bourdain: grafiti

Anthony Bourdain: grafiti / Efe

Pau Arenós

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Al comienzo del verano llegó un libro póstumo. Quien lo firmaba en letras monumentales, Anthony Bourdain, nunca supo de él. Se dirá: “Claro, está muerto”. Pero es que los autores son conscientes, ¡a la fuerza!, de los libros que escriben, y de los sudores y calambres; otra cosa es que se publiquen después de su deceso.

Conclusión: el volumen 'Comer, viajar, descubrir. Una irreverente guía gastronómica' no salió del ordenador del cocinero, escritor, presentador y trotamundos Bourdain, sino del de Laurie Woolever, una de las personas con las que trabajaba.

Curioso artefacto en el que el nombre del fallecido es de un tamaño gigantesco; el de la autora, pequeño; el de la obra, mediano. Que quede claro, dijeron los vendedores: es un BOURDAIN. Ciertamente no lo es, aunque contenga citas suyas con las que Woolever organiza los itinerarios.

Una pareja hace cola para acceder a Le Comptoir, en el París prepandémico.

Una pareja hace cola para acceder a Le Comptoir, en el París prepandémico. / Pau Arenós

La publicación coincidió con el aniversario de su suicidio, el 8 de junio del 2018, una fecha ingrata de recordar, aunque tampoco mencionada en ningún lugar del trabajo, probablemente porque es incómodo señalar que alguien se quitó la vida de una forma voluntaria. Un accidente o una enfermedad se comprenden como algo ajeno a la víctima, aunque haya sido imprudente o maltratadora de su cuerpo, mientras que el suicidio desencadena una perpleja serie de porqués. Se hizo encajar con su muerte para celebrar, supongo, la vida.

Me cuesta entender cómo manejar el libro puesto que no sirve como una guía real ni se lee como una narración convencional, pero entiendo la tentación de publicar un ¿último? Bourdain.

Se venera a Yves Camdeborde, aunque aquel mediodía en París fue –su comida– como el deportista colgado de los oros pasados con el destensado cuerpo presente

He picoteado de aquí y de allá, sobre todo, he curioseado países y ciudades que conozco y en el capítulo de París he encontrado la recomendación de Le Comptoir, el bistró que Yves Cambedorde abrió en el 2004 en el número 9 del Carrefour de l’Odéon.

Cuenta Bourdain: “Dicen que el restaurante en el que es más difícil de conseguir reserva en París no es ningún templo de la gastronomía de precios estratosféricos”.

Según el chef Eric Ripert, íntimo amigo suyo y el hombre que lo encontró muerto, es “el bistró perfecto”. Discrepo. Mi experiencia, un mediodía, fue diferente: me pareció un 'bistrot' más. De no saber a dónde iba, de haber entrado al tuntún ni siquiera merecería un recuerdo en la buhardilla de la memoria. Tampoco sentarse fue una odisea.

Las manitas de cerdo deshuesadas rellenas de col de Le Comptoir.

Las manitas de cerdo deshuesadas rellenas de col de Le Comptoir. / Pau Arenós

Es verdad que durante toda la comida hubo cola en la puerta, personas que esperaban que alguien se levantara para una alternancia de sillas calientes. Me fijé y fotografié a una pareja de una arrebatadora elegancia: él, con chaqueta desestructurada azul y ella, sombrero y abrigo largo de color verdoso. 

Recomendar un lugar –lo sé bien– es una tarea ingrata porque conlleva una responsabilidad y un equívoco: la infalibilidad no existe.

Aunque tu experiencia haya sido contada de una forma honesta y, por tanto, con posibilidad de ser expandida, puede que el receptor la conciba de un modo menos favorable

Aunque tu experiencia haya sido contada de una forma honesta y, por tanto, con posibilidad de ser expandida, puede que el receptor la conciba de un modo menos favorable. Porque cada servicio es un servicio distinto, porque cada instante es un instante distinto. En el caso de Camdeborde fue una decepción coceada por las promesas.

Nariz y espíritu de jugador de rugby, educado en los palacios gastronómicos prefirió el destello de la sardina a continuar sacando brillo a la plata. En 1992 fundó La Régalade y 12 años después, el periodista Sébastien Demorand le puso nombre al movimiento que Camdeborde no sabía que comenzaba: la bistronomía. De ahí nace el equívoco de que él la inventó cuando lo que hizo fue vestirse con ese traje con buen corte.  

Se venera a Camdeborde, aunque aquel mediodía en París fue –su comida– como el deportista colgado de los oros pasados con el destensado cuerpo presente.

Mesas pegadas y servicio distante, manitas de cerdo rellenas de col, caracoles con mantequilla, fuagrás con alcachofa, platos aceptables, sí, pero de bistró regular, sin aproximación a lo bistronómico. Nunca lo recomendé.

A Ripert le pareció “el bistró perfecto”. Las vivencias son únicas porque las sensaciones se disfrutan, o se padecen, de una forma individual e intransferible.