Crítica de libros

Crítica de 'El arte de escribir de pie', de Aitor Romero Ortega: ensayando el territorio

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Aitor Romero

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Anna Maria Iglesia

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“Se me ocurrió que en la ciudad europea con más gente feliz por kilómetro cuadrado yo era el único que estaba triste, lo que es de por sí una condición indispensable para la observación”, escribe Aitor Romero Ortega (Barcelona, 1985) en su último día recorriendo Benidorm, esa ciudad de rascacielos reivindicada por Óscar Tusquets y que despierta en él, como en tantos otros, una sensación de asombro e incredulidad. Sin embargo, reconoce Romero Ortega, esta tristeza que lo aleja de los demás es la condición necesaria para convertirse en observador, puesto que lo sitúa en un extraño lugar, fuera y, a la vez, dentro del espacio observado. Desde esta posición de outsider y a la vez partícipe del territorio explorado, el escritor barcelonés recorrepaisajes mentales. Así define él las ciudades como Roma, Barcelona, Madrid o Benidorm y las regiones como Irlanda del Norte o América profunda que explora en 'El arte de escribir de pie', un libro escrito “sin salir de mi cuarto”. Porque aquí la “escritura de pie” tiene que ver con un transitar que va muchos más allá del recorrido físico que pueda hacerse a lo largo y a lo ancho de una ciudad. Romero Ortega, de hecho, parte del recuerdo, del que desconfía, pero del que es imposible desprenderse, y continúa con otros relatos, de la literatura al cine, de la poesía al ensayo, sin evitar las digresiones, propias de toda escritura ensayística y del caminar entendido como deambulación sin rumbo fijo.

No hay nada de nuevo en esta asociación de conceptos, no solo en la equiparación del acto de escribir con el caminar, una equiparación, quizás, demasiado manida, sino tampoco en la asunción de que el ensayo es una forma de deambulación. Ensayar es errar, tanto en su primera–“No acertar algo”- como en su segunda acepción –“Andar vagando de una parte a otra”. Y esto lo sabe bien Romero Ortega, que comienza su libro cuestionando el concepto de lugar, al que define como una ficción inestable: “el paso del tiempo y el temblor de nuestra propia mirada hacen que la noción de lugar sea algo mucho más inestable que lo que comúnmente creemos”, apunta para a continuación afirmar que “el verdadero viaje es lo que queda cuando regresamos a casa y olvidamos todos los nombres”.

Por ello, resulta más que adecuado hablar de “paisajes mentales” a la hora de señalar los territorios transitados por Romero Ortega. Reconocibles en su toponimia, estos lugares se van construyendo a través de la escritura de su autor. Más que narrar las ciudades y sus alrededores, el autor las construye a través de una escritura en la que el yo está muy presente: es el lugar de la mirada, es la asunción de una subjetividad de la que no se puede desprender. Es un yo que bebe del entorno, de esas lecturas que, a su vez, han construido también esas mismas ciudades transitadas. Barcelona le sirve para mostrar el lugar desde donde escribe, sin rehuir las contradicciones propias de toda existencia y a partir de las cuales el autorreflexiona sobre la idea del viaje, sobre el turismo, sobre la fisionomía de las ciudades, sobre el paisaje y su destrucción, sobre las fronteras urbanas o sobre la arquitectura simulacro. Vagabundeando de un tema a otro y de la mano de escritores-paseantes -de Brodsky al García Lorca de 'Poeta en Nueva York', de Sebald hasta el Villoro de 'El vértigo horizontal' pasando por Kerouac o Pérez Andújar-, Romero Ortega propone un libro que, sin ofrecer una verdadera vuelta de tuerca al tema del caminar, está lleno de observaciones interesantes en torno a temas que todavía y por suerte no se han agotado.  

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