Un mes de la relajación frente al coronavirus

El ocaso de la mascarilla: de gran salvadora a prenda que acumula polvo

Un hombre mayor que continúa llevando la boca tapada en todo momento, el director de un karaoke y una psicóloga hablan del cambio que ha supuesto el fin de la obligatoriedad de la prenda en interiores 

Mascarilla en interiores

Mascarilla en interiores / FERRAN NADEU

Juan Ruiz Sierra

Juan Ruiz Sierra

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Durante varias semanas, a finales de invierno, Pedro Sánchez se comportó igual que cualquier padre a quien sus hijos no dejan de interrumpir durante la cena de la Noche de Reyes para saber si queda mucho para que lleguen los regalos. Cada vez que le preguntaban cuándo dejaría de ser obligatoria la mascarilla en interiores, el presidente del Gobierno respondía “más pronto que tarde”, “ya queda menos” o “se empiezan a dar las condiciones necesarias”. Y así es como se llegó, con Sánchez dando largas a una España ansiosa, al anuncio de que la prenda por fin quedaría desterrada bajo techo a partir del 20 de abril.

Durante estos dos años de uso obligatorio, los españoles se habían comportado de forma obediente: emplearon la mascarilla siempre que debían hacerlo, siguiendo un patrón lógico. O al menos eso decían. El 99,4% de la población la utilizaba habitualmente por esta misma época de 2021, con un 9,9% llevándola más de 10 horas al día, según publicó entonces el Centro de Investigaciones Sociológicas (CIS). Pero ahora, cuando su uso depende del criterio de cada uno, se echa mano de ella con inconsistencia y anarquía. La misma persona puede ponérsela por la mañana en el ascensor y por la tarde olvidarse de ella. A veces pasan días enteros sin que entre en contacto con nuestro rostro. 

O no. Hay quien la sigue llevando en todo momento, nada más salir de casa, en interiores y exteriores. Sábado 14 de mayo, playa de Canet d’en Berenguer (València), nueve y media de la mañana. Todavía no ha llegado casi nadie aquí, pero un hombre mayor se pasea en solitario por la orilla del mar con la mascarilla bien ajustada. No le hace especial gracia que le pregunten por los motivos que le conducen a seguir cubriéndose la boca incluso al aire libre. “La llevo porque me siento más seguro con ella, porque esto no se ha acabado, por mucho que digan, y porque me da la gana. Si no la llevo, siento que me falta algo. No le hago ningún mal a nadie”, dice.

Parte de lo que explica este señor tiene un nombre, síndrome de la cara vacía, y puede que él lo sufra, aunque la razón fundamental por la que mantiene la mascarilla, señala él mismo, sea su mayor vulnerabilidad ante el virus debido a su avanzada edad. Quien más padece este trastorno, paradójicamente, es el colectivo retratado como irresponsable frente al covid.

Desprenderse de la mascarilla supone también una transición social. Los adolescentes tienden a ser hipersensibles respecto a lo que sus compañeros piensan de ellos, sobre todo con su apariencia. Mercedes Bermejo, directora de la clínica Psicólogos Pozuelo, explica que tiene “muchos casos en consulta” de este tipo, porque a algunos jóvenes las mascarillas “les dan seguridad, al no tener que exponer sus rasgos faciales”. Ahora que se ven empujados a mostrarse de nuevo, con su acné y su ortodoncia, el paso les está “generando un bloqueo emocional”.

Un cuerpo extraño

Pero todo esto no deja de tener cierto componente anecdótico. Son pocos los que continúan paseando por la playa con la boca y la nariz tapadas, pocos los que sufren el síndrome de la cara vacía, un mes después de que decayera la mascarilla en el interior, salvo en lugares como el transporte público, las residencias de ancianos y los centros de salud. Da la impresión de haber transcurrido bastante más tiempo, quizá por la tendencia del ser humano a pasar página y no mirar atrás. La prenda, con su capacidad para contener el coronavirus y salvar vidas, ya había dejado de ser mucho antes esa providencial y casi única salvadora que fue al comienzo de la pandemia, sobre todo a raíz de la llegada de las vacunas, y ya había pasado medio año desde que se desterró su uso en exteriores. Pero ahora el salto es mucho mayor. 

Ahora tiende a acumular polvo en bolsillos, mochilas y bolsos, a criar bolas como el jersey olvidado al fondo de algún cajón, una prenda a la que no se le presta especial atención a menos, si acaso, que se entre en algún espacio muy concurrido, pequeño y poco ventilado. Cuando uno se la coloca, vuelve a ser un cuerpo extraño e incómodo, como lo fue al poco de llegar el coronavirus, porque despedirse de lo que no resulta placentero es un proceso rápido y limpio. 

Cambio “enorme” ante el micrófono

Bam Karaoke Box es uno de los karaokes de moda en Madrid. Ofrece una experiencia "diferente" a otros lugares de este tipo, similar a la que se da en Japón, con salas privadas “a salvo de las miradas indiscretas, donde crearás los recuerdos de mañana”, señala su publicidad. Los espacios para cuatro personas, por ejemplo, cuestan entre 40 y 72 euros, según el tramo horario. Cantar con la boca tapada tiene algo muy contraintuitivo, como pedalear con tacones de aguja, pero eso es lo que habían estado haciendo hasta ahora sus clientes. El 20 de abril, a las 00.00 horas, justo cuando entró en vigor la nueva medida, se quitaron sus mascarillas, todos a la vez. “El cambio en el ambiente fue enorme –explica su director, Sergio Doncel-. Todavía hay quien mantiene la protección, pero son pocos, muy pocos”. 

Mientras tanto, los contagios no han dejado de subir en toda España durante este último mes. Si entonces la incidencia acumulada entre los mayores de 60 años, único segmento de edad en el que se mantiene este indicador, se situaba en 505 casos por cada 100.000 habitantes, ahora está en 846. El porcentaje de camas uci destinadas a enfermos de covid, en cambio, apenas ha registrado un repunte: del 3,84% al 4,20%. Aun así, son cada vez más los epidemiólogos que defienden replantearse la nueva estrategia de relajación

Pero no el Gobierno, que sigue apostando por “volver a la normalidad”, sin descartar por completo una marcha atrás. Ya la dio justo antes de la pasada Navidad, ante el imparable avance de la variante ómicron, mucho más contagiosa que las anteriores, cuando obligó de nuevo a llevar mascarilla en la calle durante un mes y medio. De tomar esta vez la decisión, sería un poco como si los Reyes Magos vuelven a tu casa y se llevan los regalos. 

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