Un objeto simbólico

Historia no oficial de la mascarilla

El adminículo que la pandemia ha convertido en cotidiano y universal empieza su progresiva retirada hacia el cajón del que emergerá dentro de un tiempo cargado de pasado. Merece un panegírico el objeto convertido en símbolo de un tiempo trágico y extraño cuya accidentada trayectoria tiene parangón con las historias de aquellos héroes que venían para salvarnos

Gente con mascarillas en una estación de metro de Barcelona

Gente con mascarillas en una estación de metro de Barcelona / MANU MITRU

Mauricio Bernal

Por qué confiar en El PeriódicoPor qué confiar en El Periódico Por qué confiar en El Periódico

Una de las condiciones esenciales de los héroes que vienen a salvarnos es que se hacen esperar. El héroe por definición es alguien que al principio está ausente, que todo el mundo espera, y que cuando aparece lo hace de forma grandilocuente, emergiendo del agua o saliendo de detrás de una montaña o bien desmarcándose de la masa y subrayando su condición de especial. La mascarilla pertenece a esta estirpe, toda vez que en su génesis más reciente fue un bien escaso, objeto de deseo de básicamente toda una humanidad, aquello por lo que todos preguntaban en las esquinas y sobre lo que circulaba el tipo de información que subrayaba su importancia: “¿Necesitas mascarillas? Conozco a un importador que…”

En su génesis más reciente fue un bien escaso, objeto de deseo de básicamente toda una humanidad

Su mitología cojea en la forma en que finalmente hizo su aparición, que no fue a bordo de un relámpago detrás de una nube en forma de unicornio, sino discretamente: un día había en esta farmacia, al otro día en la siguiente. Al cabo de una semana ya no era un bien escaso y estaba en todas partes. Al final las regalaban. Pero el caso es que venía a salvarnos, y no era héroe, sino heroína. A partir de este sábado empieza su lenta retirada, lo que todos confían que sea el comienzo de su desaparición definitiva, y la oportunidad es idónea para glosar esa historia que de objeto de deseo la catapultó a adminículo cotidiano y universal, y democrático, puesto que estéticamente trazó el mismo rasero para todos; la historia de un mitológico artilugio hecho de poliéster y algodón convertido en símbolo de un tiempo trágico y extraño a la vez.

Máscara y mascarilla

El primer atisbo de mascarilla se materializó en las fotos que llegaban desde China, cuando la pandemia era algo que ocurría en una lejana ciudad llamada Wuhan y ni siquiera se llamaba pandemia. Solo alguien investido con los atributos de un profeta podía adivinar que el uso de mascarillas se volvería un asunto global, pues en esa época se hablaba del “virus chino”, y sí, era algo de esos individuos remotos que habitan al otro lado del planeta. Luego la enfermedad cruzó el mar y la mascarilla con ella: las primeras que se vieron en Europa las usaron los italianos del norte, que fueron los primeros europeos en conocer el virus, las mascarillas y el confinamiento. Puede que entonces españoles, franceses y demás nacionales del viejo continente las miraran como algo que podía formar parte del futuro próximo. Entre las imágenes que llegaban de Italia había unas especialmente inquietantes que mostraban a turistas con máscara y mascarilla en el carnaval de Venecia. Anunciaban que la fiesta tenía los días contados.

El primer atisbo de mascarilla se materializó en las fotos que llegaban desde China

Como ocurre con los héroes inopinados, al principio se miró la mascarilla con escepticismo. En realidad, pocos veían su condición de heroica. Sería obligatoria, herramienta imprescindible para derrotar al virus, pero en aquellos febrero, marzo y abril de 2020 todo era muy timorato en lo que se refería a taparse la cara. “No es necesario que la población use mascarillas”, dijo Fernando Simón a finales de febrero. “El uso de las mascarillas sí que puede ser interesante en los pacientes con sintomatología, y eso las autoridades sanitarias lo indicarán; pero no tiene ningún sentido que la población ahora mismo esté preocupada por si tiene o no tiene mascarillas en casa. Ninguno”. Al director del Centro de Coordinación de Alertas y Emergencias Sanitarias, un hombre al que se le suponía esa capacidad profética de ver el futuro (al menos en asuntos de epidemias), no le parecía que la mascarilla fuera a venir a salvarnos. Pero, por otra parte (se señaló después), qué Gobierno iba a mandar a comprar de lo que no había.

La envidia del barrio

El primer confinamiento, ese que ahora se conoce como “el duro”, deparó un plural paisaje de mascarillas debido precisamente a su escasez. Estaban los que tenían mascarillas en regla, la envidia del barrio, y los que en el supermercado los miraban con envidia mientras se cubrían mal los orificios con bufandas, mascarillas de papel para horno –que habían fabricado gracias a algún tutorial de internet– o, básicamente, cualquier cosa que tuvieran a mano susceptible de satisfacer la necesidad de tapar. Se pusieron de moda las mascarillas artesanales y surgió una nueva categoría laboral, los artesanos de las mascarillas, damas y caballeros de la solidaridad que respondieron a una al llamado del personal sanitario que denunciaba la falta de material adecuado para atender la emergencia. Varios cuerpos de policía se quejaron de lo mismo. Hacia mediados de abril, una denuncia del Hospital Parc Taulí de Barcelona obligó al Gobierno a retirar un lote de 350.000 mascarillas defectuosas. De la zozobra no escapaba nadie. Ni nada.

Se pusieron de moda las mascarillas artesanales y surgió una nueva categoría laboral, los artesanos de las mascarillas

La primera regulación en serio de la mascarilla llegó con el decreto conocido como de la “nueva normalidad”, en ese tránsito del confinamiento duro al paréntesis engañoso, sanitariamente hablando, que fue el verano. Publicado en el BOE el 10 de junio, el decreto hacía obligatorio el uso de la mascarilla para mayores de seis años en espacios cerrados, así como en el espacio público siempre que no se pudiera garantizar una distancia interpersonal de 1,5 metros. Las comunidades autónomas, que habían recuperado la soberanía sanitaria después de varios meses de mando unificado central, moldearon sus propias normas, pero más o menos todas siguieron el mismo camino. La escasez ya formaba parte del pasado: para entonces no solo había mascarillas en todas las farmacias (y de todos los tipos), sino que en el metro había máquinas de ‘vending’ que las suministraban, como unas galletas o una barra de chocolate. Sin embargo, aún no había consenso sobre su condición de instrumento heróico.

Los favores de Trump

No había que ser un negacionista de la mascarilla –una forma de avatar de los negacionistas de la pandemia– para albergar dudas sobre la efectividad del artilugio, habida cuenta de que la información que circulaba no era concluyente y los científicos no hablaban con una sola voz. Ni siquiera la OMS se posicionaba con claridad. “Aunque las mascarillas podrían reducir la transmisión en algunos entornos, como tiendas o transporte público, es poco probable que impidan la transmisión de contactos sociales cercanos y sostenidos, como en el hogar”, decía por esos días la investigadora en salud pública de la Universidad de Bristol Ellen Brooks. No es lo que se entiende por un llamamiento inequívoco. De modo que, al final, la mitología de la mascarilla tiene un ingrediente básico, y es que se abrió paso en medio de la adversidad. O de cierta adversidad. Por supuesto, no hay que desdeñar la campaña a favor que un negacionista como Donald Trump le hizo al posicionarse en contra (“es voluntario, no tenéis que hacerlo”, dijo). Probablemente mucha gente que tenía dudas se convenció de que era lo más sensato.

No hay que desdeñar la campaña a favor que un negacionista como Trump le hizo al posicionarse en contra

Fue tan tarde como el 30 de marzo de 2021 que el Gobierno decretó la obligatoriedad de la mascarilla en los espacios públicos al margen de que se pudiera o no guardar la distancia de seguridad. En plena Semana Santa, el decreto desencadenó un agudo malestar entre las autonomías de mar toda vez que, en fin, ¿eso incluye las playas? Las incluía, sí, o al menos no las señalaba como excepción. “Quieren convertir las playas en hospitales de campaña al aire libre”, clamó con ironía el vicepresidente de Exceltur, José Luis Zoreda. El malestar turístico obligó al Gobierno a crear una mesa técnica entre el Ministerio de Sanidad y las comunidades autónomas para matizar la ley. Catalunya fue de las primeras comunidades en señalar que la mascarilla solo era obligatoria en la playa cuando se interactuaba con otras personas.

La plegable heroína de algodón y poliéster empieza desde este sábado una nueva vida, una existencia que vivirá a medio camino entre su lugar natural, tapando caras, y los bolsillos o bolsos donde permanecerá mientras no sea necesaria. La gente respira aliviada. La gente respira, sin más. Su desaparición progresiva es trasunto de la también paulatina retirada de la pandemia, y algún día, dentro de poco, al parecer, será recuerdo en las fotos y el tipo de percudido objeto que aparece cuando se hace limpieza en los cajones. Quizá entonces sean miradas con más cariño, pero de momento, que sean objeto del desprecio colectivo solo satisface otra gran condición de los héroes y las heroínas: la incomprensión.

Suscríbete para seguir leyendo