La naturalización de la ciudad

La primera cosecha de manzanas de la 'Superilla Eixample'

'Superilla Eixample': más madroños que en la Puerta del Sol

El Arca de Noé Vegetal, Enric Granados con Consell de Cent

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A1-180867308.JPG / FERRAN NADEU

Carles Cols

Carles Cols

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Manzanas en el Eixample de Cerdà. Es solo una cosecha (eso sí, la primera desde que cayeron las murallas de la ciudad), y llamarlo cosecha es tal vez un exceso, porque no está prevista ninguna recolección de frutos y menos aún darles una segunda vida dentro de un tarro de mermelada o en un botella de sidra, pero desde el punto de vista de las pequeñas historias de esta ciudad es una mayúscula novedad. Los árboles frutales, salvo que fueran naranjos, han estado tradicionalmente proscritos, por distintas razones, en el verde urbano, pero el proyecto de las ‘superilles’ y de los llamados ejes verdes ha levantado por fin ese veto y, en nombre de la naturalización de la ciudad, son ahora bienvenidos.

Los manzanos plantados durante la metamorfosis urbanística de la calle de Consell de Cent son muy pocos. Los hay en la confluencia con la calle de Bailén, también delante del Instituto Italiano de Cultura y mención una especial merece que el que encabeza, en una inspiradísima fotografía de Ferran Nadeu, esta crónica. Es este último, en cierto modo, incluso simbólico. Está en la esquina de la calle de Roger de Llúria, justo la intersección con Consell de Cent, donde comenzó la edificación del Eixample, donde aquel enorme llano rural comenzó a ser ciudad. Como si de un neón publicitario se tratara, las casas de aquella intersección se construyeron en 1864 con coloridas fachadas, con un pretendido y pretencioso aire de palacetes venecianos, no fuera que la burguesía le diera la espalda a la nueva Barcelona que estaba a punto de nacer.

Solo se conservan dos de las cuatro fachadas originales de aquel cruce de calles, que no es poco si se tiene en cuenta la viperina obcecación de esta ciudad en mudar periódicamente la piel de su arquitectura, y una de ellas es la que sirve de telón de fondo de la fotografía de Nadeu, en la que una manzana pende de una rama ante lo que parece la mirada de una de las pinturas que hace 160 años realizó por encargo del promotor el maestro Raffaello Beltramini.

A la derecha, un ejemplar de 'Malus everesta', cargado de manzanas, en la esquina de Consell de Cent con Roger de Llúria.

A la derecha, un ejemplar de 'Malus everesta', cargado de manzanas, en la esquina de Consell de Cent con Roger de Llúria. / FERRAN NADEU

Los manzanos plantados en Consell de Cent no son los habituales de la huerta. Son de una variedad muy singular, ‘Malus evereste’, un árbol cultivado por primera vez a mediados de los años 70 por el botánico Luc Decourtye, que tras pacientes cruces alumbró una especie que es un compendio de virtudes. Es un manzano que planta cara con notable fortaleza a varias de las afecciones habituales de este frutal, desde la sarna al mildiu. Es también, poca broma, un árbol apto para los maestros del bonsái. Y, por último y crucial para el proyecto de la ‘Superilla Eixample’, en época de floración es muy atractivo para los insecto polinizadores. Se pretende en esta nueva etapa de la ciudad que gire la rueda de la naturaleza y eso requiere, por ejemplo, que haya flores y frutos en todas las estaciones del año. Las manzanas de Consell de Cent están ahí (o como mínimo así se desea) para que sean consumidas por los pájaros.

Manzanas en Consell de Cent.

Manzanas en Consell de Cent. / FERRAN NADEU

Ese buen propósito retorna esta crónica al punto de partida. ¿Por qué los frutales estaban proscritos en la ciudad? ¿Por qué los naranjos parecían gozar de una dispensa en esa prohibición?

La primera pregunta se responde rápido. Era para que nadie confundiera la ciudad con el campo. Para que nadie saciara su hambre o un súbito capricho tomando un fruto de árboles que por razones obvias no han sido fumigados como los de las fincas de cultivo.

La respuesta a la segunda pregunta obliga a adentrarse en lo simbólico, pues tanto en la literatura de la Antigüedad como la cultura cristiana abundan los frutales. En ese sentido, los naranjos se supone que son una tergiversación de las manzanas doradas del Jardín de las Hespérides, ese lugar mítico que los griegos situaban en su lejano occidente, o sea, la península ibérica. No son pocas las ciudades, Barcelona entre ellas, que han aspirado a ser el lugar que visitó Hércules para robar uno de esos frutos por encargo de Euristeo, misión nada fácil, ya que había que encarar primero la ferocidad del dragón de 100 cabezas Ladón. A veces se comete el error de pensar que todos esos dragones que decoran los más variopintos rincones de Barcelona son implícitas referencias a la leyenda de Sant Jordi, pero en el caso de que lleve la firma de Antoni Gaudí, por ejemplo, no es así.

Ladón, el dragón de las Hespérides que Gaudí diseñó para los Pabellones Güell de Pedralbes.

Ladón, el dragón de las Hespérides que Gaudí diseñó para los Pabellones Güell de Pedralbes. / JOAN CORTADELLAS

El que fundió para que decorar las puertas de los Pabellones Güell de Pedralbes es inequívocamente un Ladón, que incluso tiene su árbol de manzanas doradas que proteger, y que, he aquí la cuestión, tiene las formas botánicas de un naranjo. Parece que es por esa licencia científica que los naranjos han sido, hasta este año, los únicos frutales de parques y calles de la ciudad, algo que ha dado pie, por cierto, a una minúscula tradición de obtener de esas naranjas mermeladas perfectamente aptas para consumo. Son naranjas amargas, pero eso precisamente las hace idóneas para la conserva, en lo que es ya una tradición para algunos vecinos de la ciudad, que aprecian especialmente las de la Capilla de la Misericòrdia, junto al Macba, y las de algunas calles de Sant Andreu. Hace años, hasta el propio Ayuntamiento de Barcelona obsequiaba a sus visitantes ilustres con algunas conservas elaboradas con frutos recolectados en la Ciutadella, todo ello, no obstante, a distancias siderales de lo que cada año sucede en Sevilla, donde se una parte de la cosecha urbana se envía a la Casa Windsor, porque a la reina Isabel II le gustaba untar sus tostadas con mermelada hispalense. Carlos III ha continuado esa tradición.