Las cosas, por su nombre
Ayer, el Congreso aprobó la reforma del Artículo 49, en el que las personas con discapacidad son descritas como «disminuidos físicos, sensoriales y psíquicos»
Inés Martín Rodrigo
Periodista y escritora
Después de catorce años en el área de Cultura del periódico ABC, en junio de 2022 se incorporó al grupo Prensa Ibérica y en la actualidad forma parte del equipo del suplemento literario 'Abril', además de escribir artículos de opinión. En 2022 ganó el Premio Nadal con la novela 'Las formas del querer'. Es autora de la ficción biográfica 'Azules son las horas' (2016), la antología de entrevistas a escritoras 'Una habitación compartida'' (2020), el cuento infantil 'Giselle' (2020) y el ensayo 'Una homosexualidad propia' (2023). En 2019 fue seleccionada por la Agencia Española de Cooperación Internacional para el Desarrollo (AECID) en el programa '10 de 30', que cada año reconoce a los mejores escritores españoles menores de 40 años.
No escribo a mano. Mis textos periodísticos, desde luego que no. Tampoco la ficción. Sí apunto con un bolígrafo que suele ser un BIC de los de toda la vida, en un cuaderno que siempre procuro llevar encima y que ahora es de un color rojizo claro, expresiones y palabras que escucho y me llaman la atención y nombres para mis futuros personajes, títulos de canciones y de libros, escritores y cantantes o grupos que desconocía… La última vez que estuve en casa de Jennifer Egan, una autora que no me cansaré de recomendar, me sorprendió descubrir, porque ella me lo contó, que escribe a mano la ficción, los borradores de sus fantásticas e inclasificables novelas, y en el ordenador la no ficción, siendo la última de sus piezas un extenso y apasionante reportaje, muy perturbador, sobre la adicción y las personas sin hogar en Nueva York.
Me pareció, la de Egan, una manera curiosa, seguramente muy eficaz, de separar dos universos creados con la misma materia, las palabras, pero cuya contaminación puede devenir, a veces, en catástrofe. No escribe Egan sus novelas desde un punto de vista autobiográfico. Nunca lo ha hecho, aunque no lo descarta en un futuro, porque es inteligente, perspicaz, y sabe que a las escritoras no nos convienen los descartes, sino las oportunidades. Pienso ahora que tal vez sea ese el motivo, la frontera que, de momento, ha decidido establecer entre su vida y su imaginación, de que escriba a mano unas cosas y en el ordenador otras, así están a salvo, ella y su obra.
Me he acordado de Egan, de esa parte en concreto de nuestra conversación, al abrir hoy mi cuaderno y ver la última expresión que apunté. Fue en 'El Ojo Crítico', el programa cultural de RNE. En su presentación, Laura Barrachina dijo que la etimología del verbo recordar es «volver a pasar por el corazón». Es un significado precioso, pensé, y, temerosa de olvidarlo, lo escribí convencida de que terminaría usándolo. Y heme aquí, haciéndolo. Escuchar a Barrachina me hizo volver a una de mis obsesiones: lo que encierran las palabras, que no debería esconderse, ni ocultarse, ni obviarse, ni eufemizarse, valga la invención terminológica para demostrar mi aversión a ese recurso tramposo y cobarde.
Fue una de las primeras reflexiones a las que me llevó la película '20.000 especies de abejas', lo trascendental, lo vital que es -puedes estar muerta y seguir respirando- el llamar a las cosas por su nombre, el nombrar realidades para que existan. Es esa una de las funciones del arte, de la creación, y por eso me fascinó tanto la historia de Estibaliz Urresola Solaguren, que firma el guion del filme, además de dirigirlo. Es un relato, construido desde lo cotidiano, de ese «podrías ser tú» en el que reside la verdad de la ficción, incluso la que no se busca, sobre una niña trans que crece en un entorno familiar de silencios y negaciones. La comprensión que la protagonista encuentra en su tía abuela, que la quiere con naturalidad, sin cuestionamientos ni pamplinas, la libera del yugo del nombre que sus padres eligieron para ella, Aitor, y es en su compañía en la que es capaz de llamarse, por primera vez, Lucía. Así, nombrándose, empieza a existir.
Es una obviedad semántica como otras muchas se obvian porque incomodan. De ahí, supongo, que hayan tardado 45 años en eliminar el término disminuido («Que ha perdido fuerzas o aptitudes, o las posee en grado menor a lo normal») de la Constitución. Ayer, el Congreso aprobó la reforma del Artículo 49, en el que las personas con discapacidad son descritas como «disminuidos físicos, sensoriales y psíquicos». Una modificación que han apoyado todas las formaciones políticas con representación parlamentaria a excepción de la extrema derecha. Vox argumenta que no es el momento de «abrir el melón» de una reforma de la Carta Magna cuando «los enemigos de España son socios de Pedro Sánchez». Melones, en la tercera acepción de ese término en el Diccionario («Hombre torpe o necio»), son ellos.
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