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Los docentes, bajo la lupa de PISA

Los docentes no solo han de señalar culpables de los malos resultados: también sentirse interpelados

Profesorado de alto valor añadido, por Xavier Martínez-Celorrio

Educación y universidades preparan cambios en el grado de Magisterio y el máster de secundaria

Aula de ESO de un instituto catalán

Aula de ESO de un instituto catalán

Los malos resultados del informe PISA y el debate que les ha seguido ha llevado a poner sobre la mesa cada uno de los aspectos del sistema educativo que pueden estar detrás del descenso en el dominio de diversas competencias básicas (y en los que se puede intervenir para revertir la tendencia). Se señaló en un primer momento la influencia del peso de la población escolar de origen inmigrante, para concluir acto seguido que en realidad el factor más relevante era la pobreza y la segregación en centros determinados en función de los recursos familiares. También una distribución de recursos que no es proporcional (a veces, de hecho, es inversamente proporcional) a las necesidades de cada escuela en función de su contexto. Por supuesto ha aparecido en el debate las consecuencias de la hiperconexión digital (pero más centrada en cómo regularla en el espacio escolar que en cómo formar para su uso fue de él). Se ha planteado la necesidad de más recursos, centrándose en la reducción de los alumnos por aula, o se ha cuestionado el impacto de la pedagogía basada en proyectos: pero cada uno de estos análisis acaba siendo estéril si no se establece una correlación clara entre resultados y un modelo determinado de docencia o de asignación de recursos. Y esto aún no se ha hecho.

Finalmente, esta evolución panorámica del debate ha acabado poniendo el foco, también, en el profesorado. El informe PISA puntúa de forma directa las capacidades de los alumnos e indirectamente también, por lo tanto, los resultados de las políticas educativas. Pero también del trabajo docente. Que las causas se deban buscar en una suma de factores múltiples no debe llevar a diluir la responsabilidad de cada uno de ellos.

Es más fácil someter a evaluación crítica las políticas públicas (y ciertamente, estas son las que definen en qué condiciones ejercen su labor los educadores). Hacerlo con los docentes es más comprometido, pero no menos necesario. Aunque suponga entrar en un territorio donde la defensa de la libertad académica muchas veces no hace más que justificar la resistencia al cambio y las inercias adquiridas. O que, al contrario, haya casos en que la necesidad de definir pautas y modelos desde la administración y los equipos directivos dé pie a prácticas arbitrarias o de imposición en la selección y gestión de las plantillas.  

Hay consenso en la necesidad de mejorar la formación inicial de los docentes (y en este sentido está en curso la reforma de los planes educativos de las facultades de magisterio) y promover su formación continua. También en que se debe fomentar el trabajo cooperativo. Pero hay que poner la situación en perspectiva: en pocas profesiones están tan implantadas y extendidas las actividades de actualización de conocimientos y recursos como en la enseñanza, o el trabajo horizontal y cooperativo a través del funcionamiento de los claustros. No se trata de insistir en lo ya implantado sino en evaluar lo hecho y explorar nuevos recursos. El intercambio de experiencias (compartiendo espacios con formas de codocencia, o con el llamado turismo educativo entre centros de diversos contextos o niveles) o la tutoría guiada del primer año de docencia, hasta ahora solo a nivel experimental en comunidades como Catalunya o Madrid, son vías a explorar. No se trata de plantear un PISA para los maestros: sí de aceptar que los resultados obtenidos por sus alumnos los han de interpelar directamente.