Inmersión

Tonto quien no se emocione

Nos llenamos la boca criticando a los jóvenes por quererlo todo de un modo inmediato, sin reparar en qué hacemos nosotros. Vivimos encantados en los tiempos de la emoción exprés

La realidad virtual permite entrar dentro de La Última Cena de Leonardo Da Vinci.

La realidad virtual permite entrar dentro de La Última Cena de Leonardo Da Vinci. / Ars Electronica Festival 2023

Care Santos

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Me lo decía hace poco un restaurador amigo: hoy día, la gente quiere experiencias, no recetas exquisitas. Estimulación máxima de los sentidos. Es decir, emociones. Fáciles y rápidas, como todo lo que nos rodea. Vivimos en un mundo apresurado. Formamos parte de esas prisas. Nos llenamos la boca criticando a los jóvenes por quererlo todo de un modo inmediato, sin reparar en qué hacemos nosotros. Vivimos encantados en los tiempos de la emoción exprés.

¿Nuevo, lo inmersivo? Qué risa. Ni mucho menos. La historia del cine y la del arte pueden resumirse en una búsqueda de la inmersión. En los años 70, por no ir más lejos, algunos artistas exploraron las posibilidades de insertar al espectador en la obra para que dialogara con ella. También en los 70 el cineasta experimental y artista multimedia Stan Vanderbeek acuñó el término Cine expandido y meditó sobre los cambios en la conciencia del espectador que provocaba la aplicación de la tecnología al videoarte y el cine. Vanderbeek fue sin saberlo un pionero de lo inmersivo, pero con una diferencia: cuanto él mostraba en su obra era de su propio cuño. Los collages, las imágenes, las reflexiones. Por aquel entonces la omnipotente tecnología no amenazaba aún la autenticidad del arte. Hoy la pone en duda. Y la emoción como (limitada) forma de conocimiento se impone. La consigna parece ser: tonto el que no se emocione.

Así que por doquier surgen experiencias que prometen estímulos de usar y tirar al tiempo que falsean lo genuino. Ahora Van Gogh consiste en una proyección aumentada de algunas de sus obras, con acompañamiento musical, en una sala donde las imágenes nos envuelven en un bombardeo constante. Podemos observar un pequeño detalle en el que nunca habíamos reparado, reproducido a tamaño gigantesco. Podemos vislumbrar en escasos cuarenta y cinco minutos un resumen bienintencionado de su carrera. No se nos permite escoger a dónde dirigimos la mirada. Todo se nos da hecho, solo debemos dejarnos llevar (y ese es otro signo de los tiempos: la facilidad, el adocenamiento). Resulta gratificante, claro. Todo está concebido para serlo. Breve, intenso y facilón al máximo. No es raro que triunfe.

No ocurre nada porque pongamos de moda las cosas más estrafalarias. Así somos los seres humanos. Necesitamos novedades, las demandamos, las creamos, las celebramos. Lancémonos, pues, con espíritu disfrutón a todo ello. Nada de sentirnos culpables. Pero no olvidemos lo esencial. Ver un Van Gogh no es sumergirse en un bombardeo de estímulos. Nadie olvida la primera vez que ve 'La noche estrellada'. Ni su primer encuentro con el 'Guernica' (que es, en sí mismo, bastante inmersivo). Son solo dos ejemplos, pero el arte está lleno de ellos. Conviene saber disfrutar también lo genuino, lo real. Saborear esa sensación de verdad que transmite el arte. Ahí está todo: la pincelada, el movimiento, el color sin adulteraciones, el mismo que un pintor sin éxito llamado Vincent estampó en el lienzo. Y no hay nada más emocionante que esa sencillez y esa verdad.

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