Campaña electoral

Creo en nuestra ciudadanía

Archivo - Urna de votación

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Miquel Porta

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Ir a votar es un ejercicio de humildad democrática y estadística: el voto de uno cuenta muy poco. Cuando en Barcelona, por ejemplo, votamos unas setecientas cincuenta mil personas, nuestro sufrido voto personal vale eso, uno entre 750.000. Pero sabemos que el valor de un voto no se aprecia solo con esa cifra.

A bastantes personas les entusiasma poco reconocer que creen en la democracia. Y a muchos menos en público. Pero, de hecho, creemos: la humildad del voto individual que cada uno asume al votar es proporcional a la fe laica que tenemos en la democracia y en nuestros conciudadanos. Votar es asumir personalmente lo que saldrá del voto colectivo. A menudo, refunfuñando, sí. Y aguantando durante cuatro años. Que a veces se hacen largos, como en la versión revisada por Travis Birds y Benjamín Prado de los “19 días y 500 noches” de Sabina. Quienes no aceptan el resultado electoral son, con frecuencia, proporcionalmente tan arrogantes como fachas. 

Votar no puede ser jamás un ejercicio totalmente individual. Es aritméticamente obvio que uno debe, en alguna medida –y más si cree que el voto es mayormente racional– tener en cuenta lo que harán los otros votantes. Al considerarlo, la estadística y la sociología solo nos pueden ayudar un poco. ¿Por qué poco, si lo que votamos supera claramente lo individual y conforma algo tan colectivo (y tangible) como el reparto de concejales?

Porque a la vez és ética y psicológicamente conveniente mantener la máxima libertad individual. Una libertad de espíritu. El comportamiento electoral de cada uno es una modesta manera real de vivir una espiritualidad democrática laica. Además, al menos una parte del voto es la expresión de creencias no materiales, a menudo imprácticas, carentes de egoísmo: voto en conciencia, voto con generosidad, solidaridad, anhelos de justicia y libertad, sueños líricos o prácticos, domésticos, vecinales. A menudo es un voto “en contra de mis intereses materiales individuales, pero a favor de mis principios” como dice Julia Otero.

En muchas ciudades gobernarán coaliciones interesantes: trabajarán imperfectamente bien, se alcanzarán equilibrios útiles, como tantas veces antes (cuando gobierna un solo partido, los sectarismos internos no tienen escrutinio ni control externo). Desde 1979, el trabajo de nuestros ayuntamientos ha tenido efectos impresionantes en nuestras condiciones de vida. Lo ve cualquiera que pise la calle y tenga relación con personas de otros lugares del mundo.

En Barcelona, probablemente daremos un número de concejales parecido a cuatro candidaturas. Cuatro. Ojalá ocurriese en más lugares, empezando por Madrid. Ah, si pudiésemos votar en Madrid… En Barcelona, una coalición Comuns-PSC y viceversa me parecería una buena opción, ampliable a otros grupos, y más en decisiones de especial calado.

Pero por encima de ello siento y pienso algo más relevante. Estoy contento –y me parece un buen augurio para todos– no tanto por quienes encabezan las listas, ni siquiera por la totalidad de quienes van en ellas, sino por la gente que hay detrás de ellas: por aquella ciudadanía en la que han crecido los candidatos, por la que ha trabajado duramente durante la campaña. Y por la que les votaremos. Esa renovada fraternidad democrática es el principal efecto que hoy notamos de la pandemia, cuando vivimos como nunca antes que casi todos dependemos de casi todos.

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