la otra guarida de la yihad

Kenia: De tribalizada a sectaria

Protestas reclamando más seguridad en Kenia tras la masacre de Garissa, el pasado martes.

Protestas reclamando más seguridad en Kenia tras la masacre de Garissa, el pasado martes.

JAVIER TRIANA

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Tribalismo, corrupción y, desde hace pocos años, también sectarismo. La matanza del grupo fundamentalista Al Shabab en la localidad oriental keniana de Garissa volvió a demostrar las flaquezas de un país que aspira a colocarse entre los gigantes de África. Si las demandas de los terroristas incluían hasta ahora que las tropas kenianas se retiraran de Somalia, donde les dan la batalla, ahora se ha sumado la reclamación de la provincia Noroeste, poblada por kenianos de etnia somalí. Por el camino, Al Shabab ha plantado la semilla sectaria de cristianos contra musulmanes en Kenia. Y supuestamente, el objetivo último sigue siendo la implantación de un estado islámico de corte wahabí en Somalia, sumida en el caos desde los años 90.

En febrero del 2011, Al Shabab juró lealtad de manera formal al grupo terrorista Al Qaeda. No fue un mero acto propagandístico: ya habían llamado la atención del planeta con un brutal doble atentado el 11 de julio del año anterior en Kampala, la capital ugandesa, durante la retransmisión de la final del mundial de fútbol de Sudáfrica entre España y Holanda. 76 muertos. El pacto con Al Qaeda fue un cónclave en toda regla, en una villa ajardinada en la localidad de Afgoye, en el centro de Somalia.

Desde entonces, como si los radicales islámicos hubieran adoptado una nueva estrategia, se registró un aumento de ataques en la vecina Kenia. La entrada de las tropas kenianas en Somalia (cuya retirada es una de las exigencias de Al Shabab y la excusa para cometer atentados en Kenia) en octubre de 2011 respondió en buena parte a una oleada de secuestros en las zonas fronterizas con Somalia, en especial en la turística y limítrofe isla de Lamu. Nairobi no podía dejar que la industria del turismo (que suma alrededor del 12% de su PIB) se fuera al traste. La paciencia del Ejecutivo de Nairobi explotó cuando, el 13 de octubre de 2011, dos cooperantes españolas de Médicos Sin Fronteras, Blanca Thiebaut y Montserrat Serra, fueron secuestradas en el campamento de refugiados de Dadaab, en el noreste de Kenia y a un centenar escaso de kilómetros de la porosa frontera.

Reclutando en la costa

Los ataques islamistas a iglesias kenianas (contra los que consideraban herejes) se sucedieron. Nairobi respondió con brutales redadas en el barrio somalí de la capital, Eastleigh. Los vigilantes de seguridad se multiplicaron en edificios públicos y centros comerciales. Al Shabab optó por explotar la zona musulmana de Kenia: la costa. Allí reclutó jóvenes en las mezquitas más radicales por un puñado de chelines y la promesa de una vida mejor. Allí empezó a haber atentados que reventaron la históricamente pacífica convivencia entre cristianos y musulmanes. A raíz de aquellos actos afloraron comentarios sectarios por parte del keniano medio (cristiano) en contra de los musulmanes en cada conversación sobre la última barrabasada de Al Shabab y sus socios locales. Los yihadistas ahondaban en su objetivo: a través del sectarismo, fragmentaban aún más la tribalizada Kenia.

Pero, por unos días, la lograron unir más que nunca: el 21 de septiembre de 2013, Al Shabab asaltó el lujoso centro comercial Westgate, en Nairobi, y aniquiló a al menos 67 personas en un ataque que se prolongó durante cuatro días. Como en Garissa, algunos rehenes se libraron de la muerte por su fe mahometana. Pero por lo visto en la última masacre integrista, nada parece haber cambiado en cuanto a la prevención y la respuesta por parte del Gobierno. La corrupta estructura del Estado que permitió que los terroristas reventaran Westgate no supo impedir tampoco el episodio de Garissa.

«La corrupción es el mal que abrió la puerta a que Al Shabab se afianzara en Kenia», afirma a este diario el exconsejero presidencial Anti-Corrupción John Githongo, que a punto estuvo de pagar con la vida sus pesquisas. «El caso de Anglo-Leasing [un escándalo de corrupción en contratos que debían mejorar la arquitectura de seguridad estatal] nos ha costado muchísimo. [Esos contratos] Eran esenciales para la lucha contra el terrorismo», explica Githongo.

Para el analista Charles Onyango-Obbo, quien ha seguido muy de cerca el periplo militar keniano en Somalia, el grupo «está lejos de la derrota», como demuestra el episodio de Garissa. Quizá -teoriza el experto- al haber perdido territorios en Somalia por la presión militar de la Misión de la Unión Africana, de la que forma parte Kenia, el alivio de la carga administrativa que eso suponía para los terroristas se haya redirigido a planificar atentados más certeros. Onyango-Obbo lo ilustra así: «El Ejército de Kenia le dio un limón amargo a Al Shabab, y parece que este lo ha convertido en zumo de pomelo». En Garissa hubo «menos atacantes y el doble de personas masacradas» respecto a Westgate.

Una valla costosa

Los beneficios de la intervención militar keniana en Somalia están aún por ver y, según el analista, «hace falta una nueva estrategia». ¿Negociar con Al Shabab? Así lo sugirió el keniano de etnia somalí Aden Bare Duale, líder de la mayoría en el Parlamento. El Gobierno, por su parte, se plantea la construcción de una valla fronteriza, una empresa tan costosa como previsiblemente inútil.

Desde 2011, en torno a 600 personas han fallecido en Kenia en ataques de los que Al Shabab ha reclamado la autoría: sobre todo, en la capital, en la costa (donde se concentran la mayor parte de los musulmanes del país), en Garissa y en el extremo nororiental del país, Mandera. Son estas dos últimas zonas de fronteras difusas, áridas y pobres, poco rentables electoralmente en una Kenia que concentra más votantes en torno a Nairobi, Mombasa y el valle de Rift. Una Kenia de voto tribal, en la que los propios políticos son los primeros que dividen para tratar de vencer. Una Kenia corrupta hasta el tuétano. Una Kenia pobre y analfabeta. Un terreno muy fértil para el extremismo que Kenia parece haber ya importado. Los atacantes de Garissa -relatan testigos- no hablaban somalí: hablaban suajili, la lengua local.