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Bocadillo con servilleta / M. O.
Llevo dos meses viajando por España para promocionar mi novela y el lamento recurrente que hila mi periplo es: ¿qué hemos hecho para merecer los bares de Barcelona?
“Comparar es enemigo de disfrutar”, escribe Jacobo Bergareche en su precioso libro Los días perfectos (y se refiere a comer y a beber, pero también a las personas). Bien: me resulta imposible no hacerlo. En cualquiera de las ciudades visitadas (y llevo una docena) te tropiezas y caes sin querer en un bar acogedor, incluso con vida y personalidad. “Me suena que intentaron abrir un Vivari. Fracasó, claro”, me dijeron hace unos días en León.
He aquí diez detalles aparentemente tontos que demuestran que, pese al heroísmo de algunas bodegas o establecimientos de barrio, el bar de gama media en el centro de Barcelona está en crisis.
Uno, el tirador de la cisterna
Habrán advertido que en muchos de los bares el mítico sombrerito de aluminio (o el plateado botón convexo) para tirar de la cadena se rompió cuando las Olimpiadas. En otra ciudad habría sido restituido (acabo de mirar en internet y cuesta 4,99 euros). Sin embargo, aquí está de moda (como lo está servir las cervezas en tarros de mermelada) poner una cuerdecita o dejar el doble tubito de plástico desolladedos.
Dos, el colgador de abrigos en la barra
Es una de esas cosas que demuestran que no existe bondad en el progreso. ¿Por qué, una vez descubierto, se ha dado marcha atrás en esto? Las barras del resto de la geografía ofrecen minúsculos pivotitos para colgar tu abrigo mientras libas (aquí acaba en el suelo).
Tres, servilletas
Muchas y, también, urnas para depositarlas ya sucias. Cada vez hay menos quioscos que vendan diarios de papel, pero en paralelo también menguan en nuestros bares los dispensadores de esas servilletas apergaminadas y altas en celulosa que nos agradecían la visita (y pocas veces hubo esos recipientes de cerámica).
Cuatro, azucarillos
¡Azucarillos con el logotipo del bar!
Cinco, una carta en papel
La pandemia nos condenó al código QR, sí. Pero voy más allá en este punto: una correspondencia, aunque sea vaga, entre las fotos de la carta (o del letrero exterior) y los manjares que dentro se ofrecen.
Seis, el palo del periódico
El palo que ponen en el lomo de los periódicos del día para poder pasar las páginas con dignidad vienesa (aquí la prensa, de haberla, está sobre la máquina de tabaco, arrugada, como doliéndose de varias palizas).
Siete, la vitrina
Una cierta exuberancia en la vitrina de la barra: allí eliges entre nueve pastas del día; aquí, con suerte hay un Donut de anteayer o un sobado verdaderamente sobado.
Ocho, cafés a punto
Los futuros cafés ya preparados y dispuestos (con su juego de cucharilla y platito) sobre la barra para ser disparados uno detrás de otro.
Nueve, fotos antiguas
Ausencia de fotos de clientes del bar (cuando las hay, suelen ser de personas del siglo pasado) y de rifa de temporada: síntoma de bares que viven de quien pasaba por ahí y que difícilmente volverá (al que, por tanto, no hay que cuidar, ni hacerle una foto).
Y diez: la tapa
El misterio de la tapa gratuita lo dejamos para otra columna. En esto Barcelona siempre ha sido un erial, al punto de que algunos barceloneses desconfían cuando se las ofrecen en otros lugares, como si esa oreja o esa ensaladilla fuera una primera dosis gratuita de alguna sustancia adictiva. Que lo es: pero la segunda también es gratis.
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