Soñé que eran tiempos de pandemia. Los desplazamientos, vigilados. El portón de la iglesia, cerrado. Pasos callados en la puerta lateral, susurros, olor a incienso y a velas al son de las notas de un órgano. Éramos pocos, muy pocos, en la inmensa nave de mármol presidida por un cristo de plata. Sabíamos que nos podían sancionar y detener. Celebrábamos la misa en comunión, como los antiguos cristianos. Rezábamos por los fallecidos, los enfermos, los sanitarios, las fuerzas del orden y la iglesia perseguida. Antes de finalizar las piadosas manos de un sacerdote octogenario elevaban con temblor en un manto de seda el Altísimo, entonando una milenaria salmodia en latín.
Hoy he vuelto a la iglesia, la puerta abierta, el gel y las mascarillas en la entrada, los asientos en los bancos previamente numerados, la policía organizando la entrada en el templo, ya nada era lo mismo.