Gastronomías
Granja Elena: 50 años de éxito en la periferia de lo gastro
Este restaurante es un fenómeno barcelonés: a primera hora, desayunos con fundamento y, al mediodía, alta cocina de barrio, como la denominan
Estos son los restaurantes de Sants que deberías tener en tu radar
Estos son los restaurantes que no te puedes perder cerca de la Fira de Montjuïc
Pau Arenós
Pau ArenósCoordinador del canal Cata Mayor
Periodista y escritor, con 19 libros publicados, entre ellos, novelas y cuentos, y media docena de premios, como el Nacional de Gastronomía. Ha estado al cargo de las revistas 'Dominical' y 'On Barcelona' y ha dirigido series de vídeorecetas y 'vídeopodcast'. El último libro es 'Meterse un pájaro en la boca'.
En las últimas semanas, he escrito sobre restaurantes situados en la periferia del tacticismo gastronómico, en el barrio de Can Feu de Sabadell, el establecimiento homónimo; en La Bordeta, los tres Tramendu, y no demasiado lejos de estos, la Granja Elena, en ese Passeig de la Zona Franca que hoy es ciudad convencional, pero que hace 50 años, el 1 de marzo de 1974, cuando la adquirieron Abel Sierra y su madre, Paquita, era territorio pesado en el que las viviendas compartían espacio y densidad con las fábricas.
Esta casa conserva la referencia granjera en el nombre (Elena es una tía paterna) porque fue un negocio de lecheros antes de pasar a las manos de los Sierra, de los Sierra Calvo en la actualidad, de los hijos de Abel y de Olga Calvo, que fue la cocinera durante años; de Borja (1980), al mando de los fuegos; de Patricia (1979), al frente de los vinos, de Guillermo (1986), en esa sala bulliciosa y pequeña en la que el éxito se mide por la ocupación continuada.
También está la tía, Carmen Bosch, reputada experta en bocadillos, de la chacina al guiso, que a primera hora de la mañana atrae a una clientela variopinta y popular, que muta en comensales ávidos de chachachá culinario al mediodía.
Quiero saber el por qué de la prosperidad. Responde Borja: «Trabajar muy duro para que la gente venga». Responde Patricia: «El objetivo es hacer las cosas bien».
Vuelve Borja a tomar la palabra: «Que ser un lugar normal no sea una rareza. El local no es espectacular pero tampoco falsamente acogedor. El equipo es estable…». Sí, y ha habido cuatro reformas.
Y el trato es de una cercana honestidad. Y los vinos están elegidos al detalle, como esa benéfica alianza entre el viticultor Mario Rovira y Patricia para una mencía y una pansa blanca/macabeu etiquetados como Vincles.
Y Borja cocina con la responsabilidad y el acierto de quien pone al cliente delante y el ego, detrás. Los madrugones, por supuesto, con jornadas quebrantahuesos que comienzan a las cinco de la mañana.
Sé todo eso y sé que hay algo más, un intangible que cultivaron Abel y Olga y que es la lealtad recíproca entre los propietarios y los clientes.
Me dejo llevar por Borja, que alza la bandera de una lámina de cecina de wagyu para seguir con la turgente brandada de changurro, con escarola y láminas de trufa. Los guisantitos llevan capa de superhéroe, una lámina de panceta, y un fondo cremoso de 'calçots'.
El revuelto de calamar de anzuelo es un plato feo cuya belleza reside en el gusto, y en la habilidad de mover los huevos sin que cuajen. El molusco ha sido pescado a bordo de un kayak y eso no influye en el sabor pero sí en la singularidad.
En los dos siguientes platos aparece Hilario Arbelaitz, el chef vasco que alcanzó las máximas cotas de respeto en Zuberoa, por donde pasó Borja, así como por el vecino Matteo, también en Oiartzun.
Hilario es el modelo: «Él siempre estaba en el restaurante». Va primero el cochinillo confitado, una elegante marranada, y después el muy-copiado-y-aplaudido pastel cremoso de queso, aunque con variaciones.
En Navidad, Borja se llevó una sorpresa al descubrir en el teléfono la receta de la tarta de pera, que Hilario le envió como detalle para un discípulo que continua con el legado, sobre todo mental, a 500 kilómetros de distancia.
Estudiante pésimo (algún día habrá que analizar la relación entre los cocineros y el déficit de atención e hiperactividad), cambió más de colegios que «Vieri de equipo», en referencia al futbolista italiano. «Tocó fondo», en palabras de Patricia.
«Aquel alumno perfecto que no estudiaba» publicará en abril 'Cuina catalana' (Montagud) junto a Òscar Gómez: «Cómo explicar a alguien de Burgos qué es la cocina catalana».
No es el libro de la Granja Elena: «Para ese aún no me siento preparado». ¡Ya sería hora medio siglo después!, y recordar cuando la madre, Olga, cocinaba en el piso, en el mismo edificio, aquel rosbif con queso azul y fuagrás a la plancha. «Salías de casa y te daba una olla para que la bajaras», rememora Patricia de los tiempos de la cocina paseada.
En la cabeza, Borja tiene otro aniversario, del que se cerrarán 10 años en el 2025: es una cicatriz.
Me lo contó en el 2016, sentados como ahora después de una comida: había tenido un tumor cerebral y se salvó gracias a la escritura.
Decidió ir al médico alertado por el jeroglífico en el que se transformaba lo que ponía en un papel y fue en el postoperatorio cuando una enfermera le prestó un 'rotring' y se supo a salvo porque había recuperado la letra. En esta ocasión, yo tomo notas con un 'bic', entonces era un rotulador de punta fina, y él advierte el trazo más grueso.
Se acaricia la cabeza, sonríe, dice que tiene que cortarse el pelo. «Me gusta que la cicatriz se vea”.
Suscríbete para seguir leyendo