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Leer, un viaje sin moverse

Una mujer busca libros en una librería de Barcelona en un día de Sant Jordi.

Una mujer busca libros en una librería de Barcelona en un día de Sant Jordi. / JULIO CARBÓ

La piedra, el cuero o los papiros han servido durante miles de años para transmitir la escritura. Eso son ganas y lo demás son tonterías. Luego, los árboles permitieron que creáramos nuestras propias 'hojas' y la imprenta se encargó de repartir semillas de magia por todo el mundo para que hasta la tierra más árida pudiera florecer. Una vez el mundo quedó sembrado de libros no ha existido género, edad o raza que se haya resistido a pasar momentos de su vida en ese encierro silencioso, en ese escape momentáneo a un universo de felicidad ilusoria, en ese cautiverio voluntario.

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El fotógrafo André Kertész reflejó esta realidad retratando durante años a decenas de personas leyendo. Todos quietos pero todos viajando; todos inexpresivos pero todos sintiendo; todos rompiendo las ataduras del espacio y del tiempo para asomarse al abismo donde se esconde la condición humana.

Lo que nos cuentan no solo se adapta a la historia de quien lo escribió sino también a la de quien lo lee. Son como trajes de sastre, es necesario conocer nuestra medida en cada etapa de la vida porque un mismo libro leído en distintos momentos vitales cobrará un significado diferente. Dejemos que personas de otra época, de otra cultura, de otras vivencias nos cuenten en silencio relatos vertiginosos, recovecos de vidas, de momentos históricos complejos, de ciencia ficción, de terror, de amor. Dejemos que al menos la lectura nos una.

Somos la única especie que ha creado una memoria colectiva para llevarla más allá de nuestro propio cuerpo: los libros son nuestra memoria externa, nuestro 'pendrive' que contiene tantos gigas que hay que saber elegir qué leer. Falta tiempo para tanto contenido.

Al apearte de un libro sorprende ver que en realidad no te has movido. Es un viaje del que siempre volvemos vacíos de turistadas pero cargados de matices.

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