DESDE MADRID

La traición de Juan Carlos I y la erupción republicana

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José Antonio Zarzalejos

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La agenda de reveses políticos y sociales rebosa. Nadia Calviño -el Gobierno, en definitiva- no ha logrado encaramarse en la presidencia del grupo de ministros de finanzas de la zona euro de tal manera que el fondo europeo de reconstrucción no estará disponible ni en el tiempo ni en las condiciones previstas por Pedro Sánchez. El vicepresidente segundo sigue dando la nota a propósito del 'caso Dina'. Las elecciones vascas y gallegas se celebran con una previsión de alta abstención por el temor de los electores al covid-19 en Lugo y en Guipúzcoa. La situación sanitara en Lleida preocupa en Catalunya pero también en toda España. No habrá mesa de diálogo Generalitat-Gobierno en julio, o si la hay, será de trámite. La aprobación de los Presupuestos se complica porque ni Cs ni el PNV aceptan los incrementos fiscales que proyecta el Gobierno y los síntomas de que la recesión será profunda y más prolongada de lo previsto se multiplican.

En este contexto tan delicado, se está imponiendo en la atención general el escándalo protagonizado por el descubrimiento de las irregularidades de Juan Carlos I entre los años 2008 y 2012 a propósito de la aceptación, opaca para el fisco, de una donación voluminosa de Arabia Saudí, de la disposición constante de parte de esos fondos durante esos años para gastos personales del rey abdicado, y de la transferencia de 65 millones de euros a su amante. Todo ello sostenido en una ingeniería fraudulenta con domicilio declarado en el palacio de la Zarzuela en cuyo montaje intervino el propio monarca firmando hasta los estatutos de la fundación que se constituyó como pantalla para eludir responsabilidades fiscales y políticas.

El exjefe del Estado se suma a la ya nutrida lista de personayes decepcionantes de la Transición. El revés moral colectivo es histórico

Como en otros periodos de la historia de España, la conducta privada de los reyes -fue el caso de Isabel IIAlfonso XIII y ahora de su nieto Juan Carlos I- arruinó sus trayectorias como estadistas. De modo especial, la conducta del rey emérito oscurece las muchas luces de su largo reinado porque, tras haberse reconocido sus méritos democráticos, se percibe una sensación de traición por la pésima utilización que el monarca ha hecho del amplio margen que los sucesivos gobiernos, los medios de comunicación y la sociedad española le otorgaron con una generosa confianza en su sentido estadista. De tal manera que el padre de Felipe VI se ha incorporado a la ya nutrida lista de personajes  decepcionantes de la Transición. El revés moral colectivo es histórico.

Ruptura con contención emocional

Con la abdicación –tras la que se trataba de cortocircuitar mayores culpas que las de permitir las fechorías de su yerno y las propias de sus andanzas africanas con amante incorporada- Juan Carlos I enjugó su responsabilidad política, pero ahora queda por dilucidar la penal, si la hubiere, a criterio de la fiscalía del Tribunal Supremo. Y si la hay, no cabe duda de que el rey emérito se sentará en el banquillo. Por duro que resulte para su hijo, Felipe VI lo asumirá como ha asumido con contención emocional la ruptura con su padre tras retirarle la asignación presupuestaria y renunciar simbólicamente a una herencia patrimonial que estaría contaminada. Antes, el Rey quebró la relación con su hermana Cristina revocándole el ducado de Palma y redujo la familia real a seis miembros, excluyendo así a la infanta Elena de la agenda oficial de su Casa.  

En Madrid estos hechos han producido un sarpullido republicano. Las Cortes Generales albergan el mayor número desde 1979 de representantes populares -más allá de los escaños de ERC y otros partidos menores- que no son afectos a la Monarquía parlamentaria y desean una 'crisis constituyente' que someta a referéndum la forma de Estado. Podemos se ha manifestado ya en ese sentido visualizando su tendencia destructiva sobre el sistema actual. La opción socialista consiste, sin embargo, en aplicar un bálsamo sobre esa erupción, conteniendo a su socio de coalición gubernamental, bloqueando la investigación parlamentaria a Juan Carlos I, colaborando con la fiscalía (son esenciales las averiguaciones de la Agencia Tributaria) y amparando a Felipe VI que, según estudios demoscópicos no oficiales, mantendría una buena valoración popular al favorecerle la comparación entre su comportamiento y el de su padre y de otras personalidades destacadas de la clase dirigente española.

La clave para que la erupción republicana tampoco en este caso prospere reside en la actitud que adopte la derecha liberal y con peso intelectual en combinación con la actitud de la izquierda de Estado. La experiencia histórica enseña que la II República, previo derrocamiento de Alfonso XIII en 1931, se debió en mucho al impulso de referentes como José Ortega y Gasset, Gregorio Marañón y Ramón Pérez de Ayala, entre otros. Y aunque sea cierto que las derogaciones constitucionales no siempre son formales sino sobrevenidas por acontecimientos con una energía imprevista, no estamos en ese supuesto. 

La trinchera de Sánchez

El presidente del Gobierno ha planteado una reforma de la inviolabilidad del jefe del Estado para acotarla, pero esa alteración y otras que requeriría el Titulo II de la Constitución solo pueden producirse por el procedimiento agravado, lo que exige disolución de las Cortes y referéndum vinculante. Sin la derecha, no es practicable. Sánchez ha establecido una trinchera porque, al tiempo que subraya su propósito reformista, se mantiene, él y su partido, en el apoyo a la Corona, uno de los pilares del pacto constitucional de 1978.

En Catalunya y para el independentismo, republicano por definición, este grave episodio le refuerza en la misma medida en que lo reduce -por reacción- en el resto de España, que, no obstante, bascula entre la perplejidad y la indignación. El país en su conjunto atraviesa por una avalancha de frustraciones tanto políticas como sociales que cursan, además, con una gobernanza en España y en Europa transida de contradicciones. Todo ha de evolucionar para no revolucionar. También la Monarquía parlamentaria.

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