El adiós de ETA reaviva la memoria de los escoltas

"Pasé junto a 'La Tigresa' con mi pistola amartillada"

Los etarras Idoia López Raño alias la tigresa y Santi Potros

Los etarras Idoia López Raño alias la tigresa y Santi Potros / DAVID CASTRO

Juan José Fernández

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El bar Arimany de la Rambla Nova de Tarragona era un hervidero el 23 de septiembre de 1992, Santa Tecla, día grande de las fiestas de la ciudad. Pero al mosso O. B., que escoltaba a un conseller del Gobierno Pujol tarraconense de Montblanc, no le fue difícil reconocer entre el gentío a la mujer que, en la barra, destacaba por su talla y belleza. "Para asegurarme, le pedí al chófer que fuera al coche y trajera la foto que nos había pasado la Guardia Civil". Sí, era la etarra Idoia López Riaño.

Como a muchos otros escoltas de la etapa más negra de ETA, a O. B. se le han removido los recuerdos con la mediática despedida de la banda terrorista. "Estaba solo -relata-, y pedir refuerzos era una quimera; tampoco podía detenerla, porque el escolta no debe dejar solo a su vip.  Así que, para salir de allí, saqué mi Beretta 92, la amartillé y me la pegué al muslo para que la gente no la viera. Al llegar a la barra me puse entre ella y mi conseller... y pasamos".

Cuando se lo contó a la Guardia Civil, un teniente le certificó que, efectivamente, seguían el rastro de 'La Tigresa' en Tarragona. El comando Ekaitz de ETA había rondado la petroquímica. La Tigresa escapó. "Recuerdo que llevaba una cazadora negra con flecos. Cuando la vi -recuerda O.B.- pensé que me había llegado el momento que temes cuando te metes a escolta: el día en que te pegarán un tiro si no lo pegas tú".

Balmes, autovía de los escoltas

Colegas suyos de otros cuerpos discuten estos días en grupos de whatsapp una difusa iniciativa al calor del adiós de ETA, para reivindicar en un acto público el papel de los escoltas. Manuel Bernabé, ex guardia civil y guardaespaldas privado dos lustros en San Sebastián, cree que "cuando se organice algo, habrá de ser en el País Vasco".

Ortros lugares valdrían como escenario. La Barcelona de los 90 albergaba de hecho una sorda guerra de nervios cotidiana bajo el oropel olímpico. Los papeles de Sokoa, intervenidos a ETA tres años antes, acreditaron hasta qué punto la banda conocía a los consellers de la Generalitat y sus movimientos. "Cada mañana salíamos a la calle en Barcelona 300 escoltas públicos y privados de consellers, concejales, la infanta, empresarios, ejecutivos del Gobierno central...", recuerda O.B.

"En los semáforos abríamos las puertas del coche para que no nos lo volaran como al general Garrido", recuerda el mosso d'esquadra O. B.

Sus movimientos eran reconocibles. "En el semáforo, abríamos las puertas del coche oficial para impedir que nos pasaran las motos", recuerda este mosso de la II promoción, hoy jefe de seguridad de una empresa pública. Cuatro años antes, motoristas de ETA volaron el coche del general Rafael Garrido, gobernador militar de Guipúzcoa, poniéndole una mina magnética en el techo.

"Por eso, y para evitar encerronas con coches bomba, escogíamos calles anchas, donde poder hacer maniobras de evasión. Balmes era la mejor para ir al centro –relata O. B.- Mejor que Muntaner, por ejemplo, y que Vía Laietana, que se ponía peligrosa con tantas personalidades bajándose allí". Como todos se lo sabían, a primera hora Balmes se convertía en la autovía de los guardaespaldas. "A veces iba una avanzadilla en moto, bien visible para que, si había terroristas vigilando, se largaran. Los etarras no querían ser detectados". 

Entre los escoltas se había hecho aconsejable la visibilidad, más que la discreción: "Pensábamos que el terrorista no suele elegir el objetivo difícil. Si ve que va bien protegido, escoge a otro", rememora O. B., y añade: "Si ETA mató al pobre Ernest Lluch es, entre otras razones, porque no llevaba escolta".

Los mossos valoraban el ir bien protegido, entre otras razones, por una observación que hacía ETA en uno de los papeles de Sokoa. Un informe relataba que habían seguido a Jordi Pujol, pero desistían "por el alto grado de desconfianza de su escolta".

La furgoneta de Urrusolo

Pero, pese a ese reconocimiento de ETA –que enorgullecía a los primeros miembros del grupo de escoltas de la policía catalana, 70 agentes repartidos en tres turnos–, en las primeras promociones de los mossos no era fácil introducir una cultura de alta seguridad. "A los pocos que pedíamos pinganillos para poder comunicarnos entre nosotros aislándonos del ruido ambiente, o a los que nos comprábamos un arma propia más avanzada para mejorar nuestra capacidad de respuesta, el resto de los compañeros nos llamaban 'peliculeros' despectivamente". 

En 1987 surge otro motivo para tomarse en serio la escolta en Barcelona. Pujol se entrevista con el jefe de Estado de Israle, Haim Herzog, y con el ministro Ariel Sharon, y se manifiesta después "fervoroso admirador" del país y del sionismo. "A la amenaza etarra se sumó la del terrorismo palestino", recuerda O. B.

Para el recuerdo íntimo de aquellos guardaespaldas de Barcelona quedan las fechas más negras, como la del atentado de la casa-cuartel de la Guardia Civil en Vic, el 29 de mayo de 1991 –"La Policía nos avisó de que podía haber otro coche bomba esperando a las autoridades camino de allí, en la N-152, pero mi conseller se empeñaba en ir por esa carretera; no quería llegar tarde"–, el estado de alta tensión que siguió inmediatamente después, cuando los etarras Joan Carles Monteagudo y Juan Félix Erezuma murieron en un tiroteo con la Guardia Civil en Lliçà d'Amunt, o los momentos de grave peligro que no llegaron a materializarse.

Uno de ellos, en una callejuela de Sarrià, cerca del Real Club de Tenis de Barcelona. En un par de esas avanzadillas de reconocimiento, los escoltas habían visto una pequeña furgoneta Siata aparcada. "Detrás no tenía asientos, solo un cartón", relata el mosso guardaespaldas. La investigación determinó que era uno de los vehículos que usaba para dormir y para vigilar el etarra Joseba Urrusolo Sistiaga. "De todas formas –añade– ya suponíamos que no era un coche bomba. ETA mimaba sus coches bomba, porque le salía muy caro el explosivo que llevaban dentro, cuatrocientas mil pesetas de la época más o menos, y podían dar muchas pistas a las Fuerzas de Seguridad. Los etarras no los dejaban en la calle si no era para matar de forma inminente".

Meras dianas

"A los escoltas no se nos recuerda. Hemos sido bultos puestos detrás de gente importante", se lamenta desde su retiro en Extremadura Manuel Bernabé. Sus palabras resumen el sentir de un colectivo hoy disperso, diezmado, cuyos integrantes pasaron de no parar en los años de plomo a buscar desesperadamente trabajo en los atuneros del Índico, "o a vender todos los muebles en Wallapop para pagar la hipoteca", dice el veterano Óscar Álvarez, que protegió a cargos del PP en el norte de Navarra.

Álvarez no está de acuerdo con el homenaje: "No deberíamos ser nosotros quienes nos reivindiquemos, sino los de arriba", opina. Pero, y coincide con Bernabé, "el Gobierno ha incumplido las promesas que nos hacía cuando pintaban bastos".

Lo suscribe desde su actual vida en Marbella Francisco Luis Campos, que escoltó al gobernador militar de Vizcaya en 1985 "con una ametralladora Z-70 que llevaba en una bolsa de deporte", cuenta. En su opinión, "tanto sacrificio y tantas familias rotas en aquella boca del lobo" son dignos de homenaje.

A menudo las familias son víctimas colaterales del trabajo que desarrollaron. "Yo me despedía cada día de mi niño con un beso fuerte, por si no lo volvía a ver –confiesa el barcelonés O. B.–. Al empezar te advertían que, en caso de atentado, al primero que el terrorista trata de eliminar es al escolta. Y te aconsejaban que no te hicieras el héroe, porque a tu vip le sirves de poco si estás muerto. Cada mañana no sabía si volvería a casa o ese día se apagaría la luz para mí".

ETA le apagó la luz al ertzaina Jorge Díez Elorza, asesinado con su protegido Fernando Buesa el 22 de febrero de 2000. Él y el escolta privado Joseba Andoni Urdaniz, muerto en 2002 en un tiroteo con guardias civiles a los que confundió con etarras, son las dos víctimas emblema de un colectivo "en el que hay más suicidios que muertos por terrorismo –dice Óscar Álvarez–. Aquellas vivencias eran muy duras, pero, ya ve, somos los apestados de la lucha antiterrorista".