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Care Santos

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La esencia

El boxeo nos proporciona un espacio en el que recuperar y mostrar la esencia desnuda de lo que somos: seres que de vez en cuando necesitan liarse a golpes, aunque moleste

Habitación de la rabia en Vilanova i la Geltrú

Nayanesh Ayman, el campeón que aprendió a boxear para defender a su madre del maltrato

Juegos Bolivarianos: Boxeo

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No quiero ponerme frívola hablando de temas tan serios, pero el auge del boxeo entre la gente joven a ratos me recuerda a la moda de esos locales donde puedes ir a romper cosas por un módico precio. Habitaciones de la rabia, les llaman. Se publicitan con curiosos eslóganes: ¿Alguna vez has querido destrozar algo a golpes después de un largo día de trabajo? ¿Por rabia, por estrés, simplemente por diversión? El precio de entrada incluye material de protección y objetos de tamaño medio, como platos o botellas (¡qué placer, el de destrozar la vajilla!). Y si lo que quieres es aporrear cosas más grandes, desde televisores a neveras, existe la posibilidad de contratar este servicio por algo más de dinero. Qué maravilla. Qué útil que exista un lugar donde puedas ponerte bruto sin que nadie te denuncie, se cabree, te reproche, o salga herido. Ni siquiera tú, claro, porque como afirman todos ellos «la seguridad es lo más importante para nosotros», así que facilitan al destrozador casco, guantes y protecciones especiales para que pueda romper sin romperse.

Me pregunto hasta dónde el auge del boxeo, más allá de modas y dictados de gente influyente, tiene que ver con esa atávica necesidad que tenemos de sacar nuestro lado primitivo y con las dificultades que esto entraña en una sociedad cada vez más sensible, donde ciertas conductas son castigadas con dureza por todo tipo de voces. Por todas partes se nos dice lo feo que es mostrarse violento y pegarle mamporros al prójimo, pero los deportes de contacto lo permiten, por supuesto dentro de ciertas reglas, del mismo modo que permiten un montón de cosas necesarias y estupendas: dejar salir la rabia, librarse del estrés, aprender a controlarse, vencer el miedo, autosuperarse y —encima— ponerse en forma, menudo chollo. El cuadrilátero es en ese sentido un espacio de libertad sin parangón.

Lo que ocurre allí, además, es tan serio que puede leerse en clave metafísica, como nos enseñó Jack London en su sensacional relato 'Por un bistec' o como hemos visto tantas veces en el cine de forma memorable, desde 'Rocky' a 'Million Dollar Baby' o al trágico hermano boxeador de 'Ray Donovan'. Solo que ahora los boxeadores ya no son canallas, ya no salen del hambre para llegar al hambre, sino que son, según la usanza de las sociedades del bienestar, transversales. Hay pijos que boxean del mismo modo que hay boxeadores en La Mina o en las 3.000 viviendas. Los golpes y el autocontrol valen lo mismo hayas nacido aquí o allá. Y a todos ellos les enseñan que lo que ocurre en el ring solo debe ocurrir en el ring. No vale pegar más allá de las cuerdas, quien lo hace no cumple las reglas, vulnera su pacto con la sociedad.

El boxeo, y otros como él, nos proporciona algo mucho más importante que una moda. Un espacio en el que recuperar y mostrar la esencia desnuda de lo que somos: seres que de vez en cuando necesitan liarse a golpes, aunque moleste, aunque algunos quieran negarlo. Lástima que me pille mayor, porque a mí eso de romper vajillas o televisores no me interesa mucho, pero con sumo gusto me habría metido en un ring a tratar de evitar que me partieran la cara.

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