Catástrofes

Abismo y miedo

He sentido el miedo de aquellas noches, la experiencia horrible de la pobreza propia, y de la violenta pobreza de los que ahora han muerto en Marrakech

Los equipos de rescate redoblan sus esfuerzos para hallar supervivientes del terremoto de Marruecos

Los equipos de rescate redoblan sus esfuerzos para hallar supervivientes del terremoto de Marruecos / EFE/EPA/YOAN VALAT /VIDEO EFE

Juan Cruz

Juan Cruz

Por qué confiar en El PeriódicoPor qué confiar en El Periódico Por qué confiar en El Periódico

Nací junto a un barranco habitado, a cada lado, por casas baratas, construidas por sus propietarios, entre ellos mi padre, que se servían de la ayuda de los vecinos, o de los conocidos, o de los parientes, para culminar obras que siempre quedaban a medias. 

Era en Tenerife, en los altos del Puerto de la Cruz, que muy pronto en nuestras vidas se convirtió en una ciudad turística, llamada pronto en mayúsculas con ese apelativo, Ciudad Turística. Los chicos de mi generación solíamos perseguir a los ingleses pidiéndoles monedas.  

Éramos tan pobres que no nos daba vergüenza pedir limosna, porque entonces, además, nosotros no sabíamos que aquello era señal de indigencia. En realidad, como lo hacíamos todos, y también los mayores, todo el mundo les pedía a los extranjeros, menos los muy ricos, o los ricos, que los había también en aquel solar que fue la posguerra, donde nadie tenía vergüenza ni de sus harapos ni de su hambre. 

Al contrario: éramos iguales, la indigencia era noble e igual para todos, eso nos igualaba, tanto a la hora de comer como en el tiempo en que esperábamos en vano la munificencia de los Reyes Magos, que pasaban de largo por todas las casas del barrio. De esa indigencia común se servían las autoridades, pues nosotros no teníamos edad de protestar, y a los adultos tampoco se les permitían las protestas. Aunque era inútil la prohibición, habida cuenta de que nadie se sobresaltaba por pasarlo mal en la vida.

En aquel entonces, los años 50 del siglo XX, la pobreza formaba parte del rito de la resignación. Junto a aquellas casas que hicieron nuestros padres con sus amigos o parientes, y que se hicieron otros vecinos en iguales circunstancias, bajaba en los inviernos una torrentera que provenía de las nieves del Teide, que era el más hermoso de nuestros atributos insulares, instalado allá arriba, blanco en las épocas del frío y robusto y solitario, soleado, en la época de bonanzas. El barranco, se decía, corría como loco, y así lo decíamos: "Corre el barranco". A veces el barranco dejaba, a un lado y a otro de la vaguada, la sensación de que el barrio era a la vez dos barrios. Eran lenguas de agua sin remedio, cuyo sonido era la raíz del miedo con el que nos abrigaban nuestras madres. 

Eran como terremotos cuya luz oscura venía bajando hacia el mar, llevándose por el camino casas y casuchas. Un día la barranquera fue tan seria que dividió a la familia en dos, de modo que mi padre esperaba a mi madre en un lado de aquella mancha de agua enloquecida y mi madre se plantó al otro lado, esperando que él la alcanzara.

Estuvieron así, mirándose y riendo, en medio de aquel impresionante peligro del agua sin freno. Lo que mejor recuerdo de aquellos momentos en que ambos se miraban sin poder entenderse, esperando que amainara aquel infierno, es que mi padre, que acababa de estrenar una dentadura postiza, miraba a mi madre como si ambos estuvieran de visita en las mismas Cataratas del Niágara. 

Hasta que todo amainó y ellos se dieron un abrazo como si en algún momento, a pesar de las risas, hubieran estado en peligro de morir ahogados o vencidos por esta agua que venía a romper la armonía del día, el silencio excepcional, y espectral, de un barranco en el que habían esperado ser felices. [Y que me perdone Albert Camus que traiga aquí esta cita que le robo para ponerla en la parte de acá de un barranco que se parece también al de su pueblo en Argelia].

Estos días, cuando vecinos tan cercanos, y tan tristes, han visto peligrar y sucumbir y desaparecer en Marruecos sus casas de antaño, hechas quizá por sus antepasados más remotos, he sentido el miedo de aquellas noches, la experiencia horrible de la pobreza propia, y de la violenta pobreza de los que ahora han muerto en Marrakech, y he vivido hacia atrás nuestra propia indigencia, nuestro pavor y nuestra risa nerviosa, y en retrospectiva he sentido ganas de saltar sobre el terremoto para dar un abrazo, para darle una mano a los niños y a los viejos y a las madres y a los antepasados de los que han vivido, y viven, en el lado de acá de la pobreza, que se parece, por su realidad y por su sitio, al mismo lugar en que los pobres de mi tiempo estuvimos siempre temiendo que la noche otra vez fuera inundación y miedo y frío y nada o lágrimas.