Agua corriente
La mujer agujereada
In-so-por-ta-ble
El niño y la tutora
Shhhh, dejadme dormir un poco
Esta semana, la escritora Emma Riverola se pone en la piel de una madre que teme la partida de su hijo.
Emma Riverola
Escritora
Cada vez hay más. Mujeres con un agujero en el vientre. Da miedo esa herida. Un hueco que no se llena, cada día más negro y con más hambre. Todo se lo traga. La fe y la esperanza. El pasado y el futuro. No hay luz, ni ganas de vivir. Porque cuando una madre lleva el mar en su útero, la sal lo seca todo.
Hoy ha visto a una de ellas en el mercado. La ha saludado en la distancia y ha simulado tener prisa. Ha puesto tanta intención en el gesto que ha salido apresuradamente a la calle. Solo ha bajado el ritmo cuando ha llegado a la plaza de la fuente. Cobarde, se ha regañado a sí. Y se ha llevado las manos al vientre. Tiene tanto miedo…
Antes de ponerse a cocinar, recoge la casa. La habitación del hijo siempre es la más desordenada. Hace mucho que ya no le regaña, desde que el barrio empezó a poblarse de ausencias. Recoge su camiseta y, antes de echarla a lavar, hunde su rostro en ella. Busca el bálsamo de ese olor. Mientras lo tenga, mientras pueda llenar sus pulmones de él, todo estará bien. Porque si le falta… No, se ordena callar. Todo está bien, se repite. Tranquila. Y vuelve a respirarlo. A hinchar su vientre.
La vecina
Recuerda el día en que el vacío empezó a crecer en su vecina. Fue la primera madre que conoció así, agujereada. Aunque, entonces, aquella mañana, el orificio apenas era una mordedura. No te preocupes, le dijo ella, inventando palabras para el consuelo. Todo irá bien. Tu hijo es listo, lo conseguirá, y se labrará un buen futuro, el que tú y yo no podemos darle, el que aquí no conseguirá. A malas, continuó, siempre podrá volver. Y hablaba y mentía, y ella lo sabía y la otra madre, también. Porque lo peor no es desandar el camino, claro. Lo terrible, lo que ni una ni otra se atrevían a pronunciar es que aquella dentellada fuera creciendo hasta convertirse en una vía de agua. Hasta naufragar.
¡No!, piensa. Grita. ¿Por qué le invaden las palabras prohibidas? Durante días, la espera de la vecina fue su espera. Se veían a diario. A principio, todo eran palabras, todo lloros. Hasta que el silencio empezó a apoderarse del tiempo. Porque las palabras ya estaban gastadas, y las lágrimas ya solo se vertían en soledad. Nunca llegaron noticias del hijo. Pasaron días, semanas, meses. Dos años ya. Las excusas se han agotado, corroídas por el salitre.
Aun así, la vecina sigue preguntando. Todas las madres agujereadas lo hacen. En cuanto saben que algún joven lo ha logrado, le envían fotos del hijo… ¿Lo has visto? ¡Pregunta! Averigua si alguien sabe algo… Y vuelven los días del ácido. Porque la espera rezuma bilis y los bordes de la herida están en carne viva y es tanto el dolor que querrían morir. Pero no pueden, porque viven para esperar.
No quiere ver el mar. Hace mucho que no se acerca a la playa. No quiere saber nada de olas ni arena ni gaviotas. Piensa que, si ella no lo ve, quizá su niño también permanecerá ciego y sordo a su llamada. ¡Que calle ya ese asesino de hijos!
Tiene que seguir recogiendo la casa y preparar la comida. Aun así, se tumba en la cama del hijo y mira la estancia tratando de ajustar sus ojos a las suyos. Qué gastado, qué pobre es todo. Y le viene el miedo, y la tristeza, y la vergüenza. Apenas han podido darle nada: un presente miserable y un futuro incierto, sin más sueños que la huida. Se abraza el vientre. Recuerda cuando estaba henchido de él, cuando sentía sus movimientos, sus patadas. Si hubiera podido congelar ese momento. Con su niño a salvo, sumergido en el líquido de la vida. Entonces, ella bastaba. Podía ofrecerle todo lo que necesitaba.
Siente que sus ojos se humedecen. ¡No! Se levanta apresurada. No quiere derramar ni una sola lágrima en su cama. Que no haya rastros de agua y sal en la almohada de su hijo. Que sus sueños no se pueblen de anhelos y quimeras, que no crea que hay un paraíso esperando acogerlo. Antes de abandonar la habitación, se asoma a la ventana. Ahí va, la vecina agujerada. Con su vientre huero. Anclada al peso de la ausencia.
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