Opinión | Editorial

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Crispación estéril ante la prórroga

A pesar del clima de alta tensión en el Congreso, Sánchez ha conseguido salir bien parado de los seis debates sobre el estado de alarma

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De poco han servido las gestiones de la presidenta del Congreso, Meritxell Batet, que instó a los grupos parlamentarios a rebajar el tono crispado de los últimos debates. El de este miércoles, en el que se aprobó la sexta prórroga del estado de alarma, superó incluso en dureza a los anteriores sobre todo durante las intervenciones del PP y de Vox. Pedro Sánchez reclamó en su intervención inicial el fin de la «violencia física y verbal», de la «mezquindad» y de las «provocaciones», y reivindicó la política de verdad, con acuerdos, sin crispación, sin «el veneno del odio» y sin el uso partidista de «la bandera de todos», pero tampoco fue escuchado. Muchos de los representantes de los partidos minoritarios lamentaron también el alto voltaje de los debates.

Sánchez llegó al Congreso mucho más relajado, debido a que la pandemia ha remitido y a que esta sexta prórroga se afrontaba con los dos días anteriores sin muertos por el covid-19, según las cifras oficiales. Esta relajación le llevó a anunciar un nuevo decreto que unificará las medidas de prevención durante la «nueva normalidad» hasta que se encuentre una vacuna contra el virus. Una recopilación necesaria porque se mantiene la incertidumbre sobre el futuro y porque los rebrotes aislados que se han producido demuestran que no se puede bajar la guardia. Y hasta se permitió un desahogo tras las manipulaciones que hemos presenciado estos días sobre la manifestación feminista del 8-M, cuando lanzó alto y claro: «¡Viva el 8 de marzo!».

Nada sirvió para que el debate no discurriera de nuevo entre la pura descalificación y la descripción de la catástrofe. Tras reivindicar a Mariano Rajoy y su obra, Pablo Casado hizo una impugnación absoluta de los dos años de gestión de Sánchez y no solo de su actuación durante la pandemia. Habló de «purgas» en la Guardia Civil a raíz del cese del coronel Diego Pérez de los Cobos, pero Sánchez defendió sin matices al ministro del Interior, Fernando Grande-Marlaska, y echó en cara a Casado la «policía patriótica» de Jorge Fernández-Díaz, que, dijo, su Gobierno nunca tendrá.  

En su apuesta por aproximarse a Vox, Casado llegó a decir que el Gobierno de Sánchez es el «menos democrático de nuestra democracia», con el «presidente más radical de la historia de España» al frente. A Santiago Abascal solo le dejó los consabidos ataques del líder de Vox a Pablo Iglesias y el lenguaje tan propio de la ultraderecha de llamar «jetas», «mafia», «criminales», «bolivarianos», «progres multimillonarios» o «narcocomunistas» a los gobernantes.

Esta similitud en la descalificación del Gobierno, al margen de las diferencias en el lenguaje, facilitó a Sánchez la réplica, en la que equiparó en todo momento a Casado con Abascal y a Abascal con Casado, especialmente a propósito de su obsesión por atribuir el inicio de la pandemia a la manifestación feminista del 8 de marzo. Sánchez puso ejemplos de las manifestaciones en todo el mundo el 8-M, se preguntó  por qué solo el PP y Vox relacionan feminismo y covid-19 y les acusó de servirse del virus para hacer política en lugar de luchar contra el virus. Pero, pese a la crispación, lo cierto es que Sánchez ha salido bien parado de los seis debates sobre el estado de alarma, que ha superado gracias a pactos de geometría variable.

Al debate se trasladó también la división entre ERC y Junts per Catalunya cuando Gabriel Rufián reivindicó los pactos de Esquerra con el PSOE al tiempo que descalificaba los que en su día hizo Jordi Pujol con José María Aznar, lo que indujo a Laura Borràs a tachar el discurso de Rufián de «innecesario y ofensivo». Por más que quieran ocultarse, las discrepancias en el Govern se escenifican ya hasta en el Congreso de Madrid, lo que no es un buen augurio para la imprescindible coordinación entre los socios del Consell Executiu en la desescalada y en la lucha que aún queda contra la pandemia.