Negociaciones tras el 10-N
La ternura de Frankenstein
Lo mejor que podría suceder es que el Gobierno echara a andar, aun vacilante, pero para ello falta sentido común, voluntad y la abstención de ERC
Olga Merino
Periodista y escritora
Escritora y periodista. Master of Arts (Latin American Studies) por la University College of London (Beca La Caixa/British Council). Fue corresponsal de EL PERIÓDICO en Moscú en los años 90. Profesora en la Escola d'Escriptura de l'Ateneu Barcelonès. Su última novela: 'La forastera' (Alfaguara, 2020).
Olga Merino
Menuda disyuntiva: terceras elecciones o 'bien una escudella' barrejada bien espesa. Escribió Josep Pla que en sus tiempos de cronista parlamentario, allá por los años 20, el mejor consomé de la Península se servía precisamente en la cantina del Senado, un caldo en cuya superficie flotaban unos ojos amarillos y brillantes de haber hervido en la olla gallina vieja. Era a última hora de la tarde cuando sus señorías solían tener el estómago «agrio, triste y crepuscular» –qué bien adjetivaba el cascarrabias de la boina, encerrado en el 'mas' de Llofriu–, de manera que una tacita de aquel líquido sustancioso les entonaba el cuerpo para volver al escaño a escuchar el discurso de turno o bien enfrascarse de nuevo en el trabajo de la respectiva comisión. Caldo que resucitaba a un muerto. Infusión voluptuosa de hueso, grasa y tegumento que cura todos los males. Divino cocimiento del que deberán nutrirse los actuales parlamentarios, visto el fiasco electoral. ¿No quieres caldo? Pues toma tres tazas. Incapaces de haber sellado un pacto en seis meses, el PSOE y Podemos, trasquilados en las urnas, con 10 escaños perdidos entre ambos en un viaje inútil para el que no hacían falta alforjas, se enfrentan ahora a la misión imposible de hacer un Gobierno con una sopa de letras.
Las cuentas no salen. Socialistas y podemitas solo suman 155 escaños, fatídico número, y al caldero aún hay que echarle un sinfín de siglas, las de Más País (Íñigo Errejón) y las de vascos, cántabros, turolenses y canarios –¿no queríamos pluralismo?–. Cualquier atisbo de pacto se convierte, en efecto, en una macedonia –eso se hace con las frutas pochas–, o bien en lo que se ha dado en llamar Gobierno Frankenstein, en homenaje a Alfredo Pérez Rubalcaba...
De simpático monstruo a espantajo de la maldad
Pero qué manía fastidiosa la de convertir al simpático monstruo en el espantajo de la maldad. Si bien es cierto que lo pergeñaron en el laboratorio con pedazos de cadáveres cosidos, extremidades y vísceras sacadas de patíbulos y salas de disección, la criatura que Mary Shelley imaginó en Villa Diodati, durante una noche de tormenta, es buena hasta el tuétano, inocente y sensible, un alma delicada, políglota y de pensamiento articulado, un ser que se alimenta de bayas y nueces, y que arrastra un sentimiento muy hondo de orfandad y alienación, como buena parte de la ciudadanía (que pregunten en los barrios). ¡Dejen en paz al engendro! El monstruo solo se vuelve agresivo cuando lo fastidian a conciencia. En el fondo, lo mejor que podría suceder es que Frankenstein echara a andar, aun con pasos cortos y vacilantes.
Para ello falta sentido común, voluntad y la abstención de los 13 diputados de Esquerra Republicana. ¿Serán capaces de ese acto de generosidad por el bien de todos? Decisión complejísima, de acuerdo, pero el país –colóquese aquí lo que se quiera– necesita una tregua. La única solución al problema catalán vendrá de la amalgama confusa del progresismo. Con la ultraderecha bramando en toda Europa, la alternativa no parece muy halagüeña. Y ese otro monstruo sí resulta aterrador.
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