Acuerdos poselectorales
Pendientes de Pere Aragonès
El pacto PSOE-Unidas Podemos es hoy el único posible, pero tampoco tiene mayoría y precisa del voto del PNV y de la abstención de ERC
Joan Tapia
Presidente del Comité Editorial de EL PERIÓDICO.
Joan Tapia
Mientras se seguían increpando, Pedro Sánchez ya sabían que la repetición había fracasado (el PSOE no iba a subir) y Pablo Iglesias intuía que su descenso podía superar al de los socialistas. Si el domingo pasado el PSOE y la izquierda vencían sin convencer, sería necesario pactar de inmediato para cortocircuitar el humus que engendra malhumores y revueltas. Sánchez debería digerir a Iglesias, pese a que no le dejara dormir tranquilo, e Iglesias debería asumir que el pacto tenía un precio: el rigor presupuestario y los límites constitucionales para el conflicto catalán. Es lo que se escenificó con toda rapidez el martes al mediodía.
Sánchez e Iglesias firmaron el acuerdo para encarar el futuro y enterrar las batallas pasadas. Pero un abrazo de película no cura los continuos desprecios mutuos de los últimos meses. Por eso, el pacto ha sido acogido –incluso entre los que lo aprueban– con cierta frialdad.
Es positivo que el pacto abrace la realidad, que con cinco partidos nacionales y varios nacionalistas es imposible un Gobierno monocolor. Además, el pacto PSOE-UP, guste o no (y hay motivos para el no), es la única salida tras los resultados del 10-N. Salvo, claro, que el PP hubiera estado dispuesto a investir a Sánchez, lo que Pablo Casado ya excluyó el domingo por la noche y en lo que se ha reafirmado al ningunear la propuesta de Alberto Núñez Feijóo, el presidente gallego.
Las cuentas
El pacto ha recibido ya muchas críticas y descalificaciones, pero tiene algo incontestable a su favor. Tras el resultado del domingo, es la única posibilidad de tener Gobierno y evitar otras nuevas elecciones generales que dañarían más el equilibrio del país. Y de la necesidad se puede construir algo de discurso. España tendrá un Gobierno y, pese a los meses perdidos y los 52 diputados de Vox, será progresista.
El problema añadido es que PSOE y UP solo suman 155 diputados. Añadámosles los tres de Íñigo Errejón y los seis del PNV y estamos en 164, sumémosle el cántabro, Teruel, algún canario… y llegamos a 167 o 168. Sin la abstención de los 13 diputados de ERC, tampoco hay investidura, salvo que a Inés Arrimadas se le aparezca la virgen del contorsionismo.
La abstención de ERC es posible porque mezclar sus votos con los de Vox contra un Gobierno de Sánchez-Iglesias parece insensato. Y la cúpula de ERC ha interiorizado que la unilateralidad con el apoyo de solo el 47% fue un grave error. Además, sus líderes –desde el vicepresidente de la Generalitat, Pere Aragonès, hasta el verso libre y potente de Joan Tardà– observan con atención al PNV. Pero Gabriel Rufián ya advirtió en julio de que luego todo sería más difícil, Catalunya fiscalmente no es Euskadi y no se puede ser el PNV con el líder bajo los barrotes.
La decepción del 2017
Ayudar a la investidura sería inteligente. Pero ERC está a las puertas de un congreso, terreno fértil para los radicales, y su gran prioridad es ganar las próximas elecciones catalanas. Y en ERC está muy viva la decepción del 2017, cuando Carlos Puigdemont adelantó a Oriol Junqueras por solo 13.000 votos.
La prioridad republicana es ganar las catalanas y no facilitarán la investidura si creen que puede hacer que las vuelvan a perder
Lo que ERC tiene claro es que Puigdemont no les puede volver a ganar mezclando su punta de primitivismo radical con el prestigio de ser el presidente exilado. Si no vetar la investidura de Sánchez les puede acarrear perder las elecciones catalanas, nada de nada. Por eso ERC necesita algún gesto que destruya la crítica. Y no es fácil, porque hay unos 40.000 votos independentistas (sobre un total de dos millones) que pueden bascular a favor del más fiero ante Madrid. ERC querría recuperar la Declaración de Barcelona, lo que comprometería a Quim Torra y Puigdemont. Pero eso es poco digerible para Sánchez porque levantó un tsunami de críticas y acabó mal.
¿Entonces? ERC necesita un acto de reafirmación ante el electorado soberanista. Y no hay que olvidar la ecuación del actual vicepresidente Aragonès, segundo de Junqueras en Economia antes del 2017, con fama de buen gestor y asociado al sector centrista del partido. Aragonès es un candidato por delegación, ya que ha sido ungido por Junqueras y sabe que no puede equivocarse. Si el cauteloso vicepresidente, que es el que –junto a Junqueras– tomará la decisión final, cree que tolerar la investidura puede hacer que ERC vuelva a naufragar en las elecciones catalanas, la prudencia (y el gen de ERC) le impulsará al no y «cierra Catalunya».
Pero la cúpula de ERC sabe que eso llevaría a unas nuevas elecciones españolas que podrían multiplicar la fuerza de Vox y ser un torpedo al autogobierno catalán. Con el Gobierno de Sánchez-Iglesias, ERC podrá negociar. Con los que puedan venir después… ¿Entonces?
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