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Leticia Blanco

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“Tengo amigos que se han sentido incómodos”, confesaba con gesto de preocupación Pedro Sánchez el pasado junio, en plena precampaña electoral, al criticar el feminismo de la ministra de Igualdad, hoy en funciones, Irene Montero. Una afirmación ante la que con toda probabilidad Doris Lessing y Kate Millett hubiesen chocado los cinco y soltado una carcajada porque de eso iba precisamente el feminismo, ¿no? De generar incomodidad. 

Sobre Lessing y Millett, dos de las voces más importantes de la segunda ola feminista, escribe Noelia Adánez en ‘Parentesco animal’ (Galaxia Gutenberg), donde desgrana cómo ambas se conocieron y admiraron y cómo las dos vivieron y escribieron sobre el amor, el sexo, la rebeldía y los corsés patriarcales pese a todas las contradicciones que experimentaron en propia piel. Ambas ganaron premios (Lessing, hasta el Nobel de Literatura) y sufrieron también la crítica de la sociedad y del propio movimiento. Su feminismo incómodo, hermano del de Sara Ahmed, la autodenominada “feminista aguafiestas", vuelve a estar hoy en el centro. 

Sobre la figura de Doris Lessing se ha cernido siempre la sombra acusadora de madre abandonadora. Dejó a dos hijos en Rodesia para empezar una nueva vida en Inglaterra en 1949, el año en el que Beauvoir publicó ‘El segundo sexo’. Allí entró en los círculos comunistas cuando estos eran, además de una ideología, una tradición afectiva con tendencia a la promiscuidad.

Lessing experimentó con el amor libre durante 30 años, entre 1940 y 1970. Sufrió en propias carnes las dificultades de la libertad sexual porque, tal y como explica Adánez, “el amor al margen de las convenciones también genera vínculos que terminan por mermar la libertad en cuyo nombre se establecen”. Y las principales perjudicadas por esa merma suelen ser las mujeres, tal y como narró Lessing en ‘El cuaderno dorado’. Del comunismo se apartó tras visitar la Unión Soviética y ver lo poco que les importaban los problemas de las mujeres a sus líderes.

Sexo y poder

Dos décadas después de que Lessing llegara a Londres, Kate Millett defendía su tesis doctoral en Columbia: se titulaba ‘Política sexual’ y se publicó poco después como ensayo, convirtiéndose en un superventas donde se afirmaba por primera vez que las relaciones sexuales son relaciones de poder.

A Millett le dio fama, dinero, prestigio académico y político y también una buena ración de polémica (confesar en la portada de la revista 'Time' su lesbianismo no ayudó). Desde el ala clásica del feminismo encabezada por Betty Friedan -la autora de ‘La mística de la feminidad’ que destapó el malestar de las amas de casa- se vio en lesbianas como Millett una “amenaza lavanda” que podía robarles protagonismo y fueron a por ella. 

Millett militaba en esa máxima tan asumida hoy, la de que lo personal es político, que en los 60 y 70 generaba sarpullidos. La idea de contar su vida privada partía de una idea: solo haciendo visibles las experiencias personales de las mujeres se lograría revertir todo el conjunto de “dispositivos culturales” que las oprimen y acabar de una vez por todas con la “colonización interior”. Exponer su sexualidad y su agitada vida sentimental tuvo un alto coste personal. “Yo ya no puedo ser Kate Millett”, escribiría años después, “es un chiste que se cuenta en una fiesta. No es nadie. Sólo soy el miedo en mis intestinos”. 

Caja Negra acaba de publicar ‘Manual de la feminista aguafiestas’ de Sara Ahmed, una de las voces más respetadas hoy dentro del feminismo. El libro está dirigido a todas esas mujeres que han arruinado más de una cena por no reírse del chiste ofensivo de turno. “¿Las han llamado conflictivas por señalar un conflicto? ¿Basta con que abran la boca en una reunión para que los demás asistentes pongan los ojos en blanco, como queriendo decir: ‘Ahí empieza otra vez’?”, escribe Ahmed, que alterna fiereza, academicismo y humor en su ensayo. 

Estudiosa de la queja

Ahmed era profesora en la Universidad de Goldsmiths de Londres hasta que, harta de ver cómo la institución ignoraba las quejas de los estudiantes, renunció a su puesto. Desde entonces se ha convertido en toda una estudiosa de la queja (su último libro es '¡Denuncia! El activismo de la queja frente a la violencia institucional'). En ‘Manual de la feminista aguafiestas’ abraza el conflicto como la única manera de cambiar las cosas y lo hace sin esquivar preguntas difíciles como: ¿merece la pena discutir con un racista o machista o el mero hecho de hacerlo eleva el rango de una posición a digna de ser debatida? 

La militancia cotidiana tiene un coste personal alto (la propia autora abre el libro narrando una tensa cena familiar donde discute con su padre) y Ahmed no rehuye los temas más espinosos, la cara b de ser una feminista aguafiestas: nadie nace con vocación de ser tomada por una engreída, una histérica, una plasta, una resentida o una pesada. El compromiso implica renuncias como la de la propia Ahmed, que dijo adiós a un puesto en la academia y un sueldo. “No estamos ‘buscando’ causar infelicidad; estamos ‘dispuestas’ a causarla”, escribe. 

El ensayo es una defensa de la impaciencia y la ira como combustibles para la protesta, una opinión muy poco popular ahora que tanto se critica la “política de las emociones”. También es un elogio de la incomodidad como reveladora de mundos, un recordatorio de que callar sobre la violencia también es violencia y de que “el poder funciona haciendo que sea difícil desafiar cómo funciona”.

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