QUEMAR DESPUÉS DE LEER

Algo pasa con Fráncfort

La Feria del Libro más longeva del mundo hoy cierra sus puertas por enésima vez, sumando infinidad de anécdotas a su historia en marcha, que es también la historia de cómo se concibe la literatura en todo el mundo, por capítulos

Quemar después de leer

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Laura Fernández

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Víctor Seix tenía 44 años cuando un tranvía conducido por un tipo llamado Adolf Hitler que, por supuesto, no era el Adolf Hitler sobre el que diserta Karl Ove Knausgard en Mi lucha, sino un Adolf Hitler posterior, le atropelló. Corría el año 1967. La ciudad era, por supuesto, Fráncfort. Víctor Seix había viajado a la famosa Feria del Libro cuya edición de este año termina hoy mismo. Fundador, junto al entonces poeta Carlos Barral, de Seix Barral, Víctor era hijo y nieto de impresores —de hecho, la idea de imprimir sus propios libros no había tentado a la familia hasta que él entró en el negocio—, y, por ocurrir cómo y dónde ocurrió, su muerte se convirtió en parte de la historia de la literatura y la forma en que ésta se relaciona con aquello de lo que a veces no quiere oír hablar: el mercado.

Porque he aquí que la Feria del Libro de  Fráncfort no es sólo un gran escaparate, el mayor, uno mundial, sino que, en tanto cruce de caminos y motor económico —¿es o no casualidad que el Banco Central Europeo tenga sede en la misma ciudad, una ciudad de alrededor de 800.000 habitantes que se encuentra en el centro del centro mismo de Alemania, y de la propia Europa al completo?—, moldea aquello que concierne al libro, y en muchos casos, lo limita, sin tener nada que ver con él. A saber: allí nacen y se hacen las literaturas, entendidas éstas como aquello propio de un país o una lengua, y de un momento concreto. Frankfurt es, parafraseando a Kurt Lewin, el gatekeeper, o el guardabarreras, o puertas, del sentido colectivo de lo escrito.

Rosa Ribas decía el otro día, en un artículo que analizaba, desde la Feria, las relaciones de ida y vuelta entre España y Alemania en lo que a libros se refiere, que aún se esperaba de la literatura española allí que tratase la guerra y la posguerra y que fuese costumbrista. Y cuando se dice que eso es lo que se espera de la literatura española en  Fráncfort, es que eso es lo que se espera en el mundo entero. Por contra, de la literatura latinoamericana, puede esperarse cualquier cosa. Es batallantemente libre. Y no lo es porque  Fráncfort lo haya decidido, sino porque lo han decidido los editores latinoamericanos. Apostando por no cerrar puertas, no se han cerrado ninguna puerta. Y tampoco lo ha hecho el mundo, ni, por supuesto, el mercado,  Fráncfort mediante.

Pero ¿qué pasa con  Fráncfort? ¿Por qué es en esa ciudad, y no en cualquier otra, donde se ratifica todo? Viajemos al pasado un segundo. En concreto, viajemos al siglo XII. Cuando la idea de mercado no existía, pero la Feria del Libro de  Fráncfort, sí. No era la clase de congreso que es hoy —imaginen cientos de cubículos con cientos de agentes y editores esperando a que otros cientos de agentes y editores se sienten ante ellos para discutir sobre qué traducir y qué no, y también pabellones, claro, como enormes escaparates—, pero era el único lugar en el mundo en el que se organizaba una especie de feria en la que se vendían libros. Pero no de los que hoy existen sino libros manuscritos. Copiados de la única manera en que podían copiarse entonces: a mano.

Que Johannes Gutenberg naciera en Mainz, ciudad cercana, y fuese allí donde inventase la imprenta, sin la que nada existiría, ni la Feria de Fráncfort ni el lector no privilegiado, esto es, cualquiera de nosotros —pues es en el hecho de poder compartir las historias que se crean, en el hecho de que exista el otro, el lector, y uno múltiple, posible, donde todo da comienzo, ¿o qué era la humanidad antes de poder encerrar lo contado en algo capaz de viajar en el tiempo y el espacio?—, también tuvo mucho que ver. Porque aunque no hay una fecha oficial que dictamine el comienzo de la Feria del Libro, se diría que lo hizo en 1462, cuando Johann Fust y Peter Schöffer, que le habían ganado la batalla legal contra Gutenberg, trasladaron su imprenta a  Fráncfort.

Era a  Fráncfort a donde el rey Enrique VIII enviaba a Thomas Bodley a adquirir los ejemplares que acabarían dando forma a la mítica biblioteca de la Universidad de Oxford. El librero Peter Weidhass habla de ello en uno de sus muchos libros publicados al respecto, A History of the Frankfurt Book Fair —Una historia de la Feria del Libro de Frankfurt—, que más que reunir anécdotas —¡he aquí el libro que falta!— le construye un relato, que dice que a partir de la Segunda Guerra Mundial se convirtió en la clase de imparable e incomparable cierratratos que es hoy. Que el más famoso autor de Fráncfort sea Johann Wolfgang von Goethe, nada menos que el autor de Fausto —el clásico sobre venta del alma al diablo—, resulta, en ese sentido, de lo más curioso, y divertido.

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