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Prohombres en la cárcel: Hombres y mujeres marcados de por vida

Jordi Pujol, en un acto institucional en el que el ’expresident’ José Montilla le impuso la Medalla d’Or de la Generalitat.

Jordi Pujol, en un acto institucional en el que el ’expresident’ José Montilla le impuso la Medalla d’Or de la Generalitat. / RICARD CUGAT (ARCHIVO)

Díaz Ferrán, Blesa, Bárcenas, Matas, Fabra, Blasco, Nuñez, Granados, Urdangarín, Rato, González: la cárcel en la democracia se puebla de presos lustrosos. Antes de ellos hubo otros que allí perdieron su prestigio social (Ruíz Mateos, Jesús Gil, M. Conde, Mariano Rubio, Barrionuevo, Vera) y algunos que lo mejoraron, como Jordi Pujol, quien en sus memorias, al cumplir los 80 años, recordaba su estancia en la cárcel y, 48 años después (a pesar de que no llegó a sufrir los dos años completos de internamiento, durante una etapa histórica en la cual la cárcel otorgaba reconocimiento, apoyo grupal y hasta representatividad política), todavía le amargaba su paso por prisión: "Antes de entrar era una persona más dúctil, más abierta, más alegre, más franco. Nunca me he recuperado plenamente".

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Esto mismo les ocurrió a otros muchos demócratas que, víctimas de la represión franquista, pasaron por las cárceles de la dictadura. Para superar estas situaciones, tras la aprobación de la Constitución, la primera Ley Orgánica de la democracia fue la 1/1979, de 26 de septiembre, General Penitenciaria, la cual durante estos 40 años intenta humanizar la privación de libertad, y en eso deberíamos estar. 

Pero poco a poco las cárceles españolas utilizadas como amenaza, casi universal, contra las gentes de malvivir se han convertido en la sentina de la sociedad de la excelencia que pretendemos ser. Urgidas por necesidades políticas extemporáneas, han devenido en almacén de delincuentes, hombres y mujeres marcados de por vida. Por eso la cárcel se convierte en un castigo desde el ingreso, aunque sea en condición de preso preventivo. Y la sociedad parece aplaudirlo. No existe una política penitenciaria reconocible, pero esto no causa ningún malestar o inquietud pública.

Alejando las cárceles de las ciudades, hemos conseguido hacerlas invisibles. Aquí todo es aparente normalidad, los presos han aprendido a soportar estoicamente ese pellizco deshumanizador que supone la estancia en la cárcel y que les resta dignidad a todos ellos, como se pretende, por mucho lustre público previo que hayan tenido.

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