Gastro cumbre

Restaurante Etxebarri: este es el mejor bocadillo de chorizo

Una cata de 24 añadas de Vega Sicilia Único en el restaurante Etxebarri, la parrilla más reputada del mundo

¿Podía un vino de 1968, es decir con 54 años, estar en forma? Lo estaba, y mucho, nada común entre los cincuentones

Etxebarri: bocadillo de chorizo

Etxebarri: bocadillo de chorizo / Pau Arenós

Pau Arenós

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En la terraza del restaurante Etxebarri, en Axpe, a 40 kilómetros de Bilbao, en un día de noviembre al sol del verano sin fin, Pablo Álvarez, director general de Tempos Vega Sicilia, dijo que era un “hombre de pocas palabras” y dio paso con esa discreción, velocidad y sosiego a una las mayores celebraciones de los últimos tiempos: la cata de 24 añadas de Vega Sicilia Único, la más reciente, la del 2013 y la más antigua, la del ¡1942!

Decir que no a esa colección de tintos legendarios de una marca mítica –cuántos adjetivos altisonantes pero ciertos– y a la cocina de Bittor Arginzoniz era ridículo e ingrato, así que allí estábamos, al aire libre, aún con una copa de champán Salon del 2012 y el chorizo de la casa, en apariencia, mundos antagónicos aunque encajaban como una llave y su cerradura.

Pablo Álvarez, con los vinos de Vega Sicilia abiertos en Etxebarri.

Pablo Álvarez, con los vinos de Vega Sicilia abiertos en Etxebarri. / Eduardo Ramos

Mucho más tarde, ya en la mesa, el chorizo regresaría, esta vez con el nombre de tartar y con un formato de sándwich: decir que estaba bueno era tener las patas muy cortas. El bocadillo pertenecía a otro universo.

Entre Pablo Álvarez, cuya familia era propietaria de Vega Sicilia desde 1982, y Bittor Arginzoniz, con Etxebarri instalado entre los 10 mejores restaurantes del mundo, según esa-lista-que-todos-conocen, había mucho en común: decir las palabras justas, una elegancia no exenta de retranca y una obsesión por la artesanía y el oficio; uno, salido de la viña, y el otro, del fuego.

Bittor Arginzoniz, en la parrilla de Etxebarri

Bittor Arginzoniz, en la parrilla de Etxebarri / Pau Arenós

Habíamos llegado pronto, con mucha antelación cautivos de los horarios aéreos, y a primera hora de la mañana, cuando el festejo aún se intuía lejano, Bittor ya estaba trajinando con una sonrisa torcida, a medias preocupada, a medias, alerta.

Su obsesión era la sutileza porque trabajar con el humo era peligroso: el producto podía desaparecer tras la máscara. Y el producto, ¡el producto!, eran unas gambas de Palamós o una yema de huevo envuelta en trufa blanca o caviar con crema. Vale, “¿y?”, dirá alguno. Y la respuesta es: Bittor fue el primero, gracias a invenciones propias, en pasar por la brasa aquello que se creía imposible por frágil.

Dos gambas a la brasa de Etxebarri

Dos gambas a la brasa de Etxebarri / Pau Arenós

También Vega Sicilia partía de la imposibilidad: ¿podía un vino de 1968, es decir con 54 años, estar en forma? Lo estaba, y mucho, nada común entre los cincuentones. Conservaba el rojo y el aroma sin ir al gimnasio.

Desbordado por el despliegue de copas y de sensaciones y de belleza, pensaba no solo en el privilegio, sino en la incapacidad de comprender aquello, por eso dije a Pablo, en broma/en serio, que el exceso de lo extraordinario llevaba a lo ordinario y que la próxima vez alternase la maravilla con vinos de tetrabrik. Sonrió con atenta educación sin pronunciarse sobre la chaladura.

En una mesa celebratoria, la aparición de un ejemplar de Único es recibido con jolgorio, una botella, un único Único, porque solo así es posible entender lo excepcional. Mientras, Bittor seguía domando las ascuas y calculando tiempos para la 'kokotxa de merluza', los hongos con berenjena, los callos de bacalao con salsa vizcaína y el lomo de bacalao con pilpil

Una botella de Vega Sicilia Único 1970.

Una botella de Vega Sicilia Único 1970. / Eduardo Ramos

Desolado porque dejaba las copas sin acabar ahuyentado por el ritmo del servicio, capitaneado por Mohamed Benabdallah, el sumiller de Etxebarri, y por el miedo a caer redondo, obtuve la solución de la boca de un camarero.

Explicó que, muy recientemente, un cliente norteamericano se había presentado con una mochila y diferentes tarritos. A medida que se sucedían las añadas, vaciaba el resto en el tarro correspondiente y lo guardaba en el macuto.

Me pareció brillante y aterrador, con el despliegue de laboratorio para recoger muestras y una manera de seguir con el disfrute más tarde y a otro ritmo y con conciencia.

En rápida visita a la cocina para decir adiós, Bittor y su silencio y su sonrisa, vestido de negro frente a las parrillas, ya solo cenizas, el rojo convertido en gris. La inutilidad de la palabra para contar la experiencia.

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