Opinión | Editorial
Una huelga poco general
El independentismo debe reflexionar sobre si la protesta permanente en la calle no hace más antipática su causa
El paro político disfrazado de huelga general para protestar por el ingreso en prisión de la mitad del Govern de la Generalitat no tuvo la incidencia que pretendían los organizadores, ni siquiera el impacto del llamado «paro de país» del pasado 3 de octubre. Ni la incidencia en los centros de trabajo, ni los datos de las administraciones, ni el consumo de energía eléctrica, ni la mera percepción ciudadana indican que el seguimiento fuera mayoritario, ni tan siquiera masivo. Si acaso, en algunos ámbitos concretos como el de la educación. Lo que sí hubo fue mucha afectación como consecuencia de los cortes de carreteras y de los bloqueos en las líneas de tren.
Miles de catalanes no consiguieron llegar a su trabajo contra su voluntad, con lo que sí hubo consecuencias, una vez más, para la marcha de la economía. Los piquetes coercitivos disfrazados en los autodenominados Comités de Defensa de la República (CDR) infligieron, como indicó el ministro de Fomento, el máximo daño con el mínimo esfuerzo, es decir, con el mínimo apoyo real de la población, que en muchos casos desaprueba con igual intensidad los encarcelamientos y este tipo de actos.
El escaso éxito de la huelga general debería hacer reflexionar al conjunto del movimiento independentista. Los pasados 6 y 7 de septiembre, los sectores más radicales –no en los objetivos pero sí en los métodos– tomaron las riendas y dieron e impusieron la unilateralidad institucional combinada con el traslado de la dirección del movimiento a la calle. Un paso al frente que no solo ha dejado en suspenso el autogobierno catalán, sino que ha puesto en jaque el bienestar económico y ha evidenciado la falta de viabilidad de la independencia, al tiempo que ha profundizado en la fractura de la sociedad, puesto que las protestas han empezado a resultar antipáticas para los propios ciudadanos de Catalunya, piensen como piensen.
Todas las ideas se pueden defender legítimamente, pero quienes se llenan la boca un día sí y otro también de que anteponen «los intereses de país» a cualquier otra cosa no pueden ser los que lo paralizan, lo fragmentan y lo desnaturalizan. El catalanismo fue siempre vector de integración porque no solo ofrecía un sueño sino también un bienestar tangible. El independentismo corre el peligro de querer doblar la apuesta del sueño a cambio de una realidad infernal.
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