TEATRO

Historia de una doble superación

Mar Ferrer, que venció a la leucemia y en 'La Marató' de TV3 reveló su sueño de ser actriz, debuta en 'El miracle d'Anne Sullivan'

'El miracle d'Anne Sullivan'.

'El miracle d'Anne Sullivan'. / periodico

Imma Fernández

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Sin decir ni mu -apenas balbucea un término, para ser precisos-, la debutante Mar Ferrer ha conseguido que los kleenex asomen por la platea del Raval. El mérito es de doble mortal: meterse en el terrible mundo de silencio y oscuridad de Helen Keller, la niña sordociega a quien la tenaz Anne Sullivan logró sacar de su incomunicación.

Un milagro, se dijo en su época (a caballo entre los siglos XIX y XX), que el dramaturgo William Gibson , inspirándose en la propia autobiografía de Keller, llevó a escena en 1959. Logró un puñado de premios Tony y saltó a la celebrada adaptación cinematográfica de Arthur Penn que reportó el Oscar a  Anne Bancroft y a Patty Duke (esta como actriz de reparto).

La propia directora del Teatre Raval, Empar López, firma un montaje cargado de emoción con dos historias reales de superación infantil: la de Keller, que tras superar su traumática niñez se convirtió en la primera persona con su discapacidad en licenciarse en la universidad y llegó a ser una destacada activista, escritora y filántropa, y la de Ferrer, que de muy cría superó una leucemia y contaba en el 2004 ante las cámaras de La marató de TV-3 su deseo de ser actriz. «Estoy superfeliz de haber conseguido mi sueño», dice ahora. Ha entrado en las bambalinas por la puerta grande con 'El miracle d'Anne Sullivan'.

COMBATE DESGARRADOR

La joven, de 19 años, emociona con una creación de desbocada gestualidad. Con la mirada perdida y el dramatismo que requiere su personaje, al que ayuda su apariencia aniñada. La acompaña en el ring una estupenda Míriam Escurriola, que dibuja con ímpetu y firmeza a la perseverante Sullivan, mientras que Andrea Portella defiende con sensibilidad el papel de la madre. Al padre (Jep Barceló) le sobran decibelios en algunas de sus intervenciones.

La escenografía nos introduce en la casa de los Keller, ambientada en los años 60 como en la película, y acierta al acercar aún más al espectador el tremendo pulso entre Sullivan y Keller en la simulada caseta en el jardín a un palmo de la platea.

Allí la instructora confía en domesticar a la pequeña. Domar a esa fierecilla surgida de una niñez sin normas y de sobreprotección, como la propia Keller relataría: «Crecí salvaje, riendo y cacareando para expresar placer; pataleando, arañando y emitiendo los sofocados chillidos del sordomudo para indicar lo opuesto».

El combate entre Ferrer y Escurriola impacta, con la rabia descontrolada de la novel coprotagonista como un puñetazo al alma. El mejor elogio para ella son un público en pie y los comentarios a la salida: «¡Parece que sea ciega de verdad!». Debemos aplaudir también los esfuerzos de la sala por hacer del teatro una herramienta de sensibilización social y reflexión, que incluye funciones con lenguaje de signos y con audiodescripción para los que viven en el silencio o la oscuridad.