El último bastión de la casquería

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OLGA MERINO / BARCELONA

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Hoy es Bloomsday; o sea, el día de Bloom, del señor Leopold Bloom, protagonista del ‘Ulises’, de James Joyce, esa catedral literaria de la que todo el mundo presume en los estantes aunque la mayoría la hayamos leído a trompicones, haciendo más trampas que el PP con sus cuentas. En la capital de Irlanda, donde nació el autor de la que se considera la mejor novela en inglés del siglo XX, se celebra la efeméride por todo lo alto, como un Sant Jordi mojado con espuma de cerveza Guinness: las gentes se visten de época, con ropas eduardianas, y es típico desayunar, comer y cenar lo mismo que el personaje, que empieza el día con un riñón asado, a medias con la gata.

Publicada en 1922, el ‘Ulises’ es una novela monumental, complejísima, de traducción diabólica, preñada de dobles lecturas, con la 'Odisea' de Homero como referente argumental para narrar las andanzas por Dublín del protagonista durante 24 horas, la jornada entera del 16 de junio de 1904. Por eso hoy es Bloomsday. Por eso es un día grande en Irlanda. Por eso el grupo U2 dedicó al evento la canción ‘Breathe’ (Respira).

Como la obra maestra de Joyce pretende abarcar la existencia entera, del nacimiento a la muerte, abundan en sus páginas el sexo y la comida, la nutrición por necesidad y placer, las cosas del yantar según los peculiares gustos del protagonista, quien se pirra por las asaduras, por la textura untuosa de la casquería. Irrumpe en el cuarto capítulo con toda una declaración de principios gastronómicos: “El señor Leopold Bloom comía con fruición órganos internos de bestias y aves. Le gustaba la espesa sopa de menudillos, las ricas mollejas que saben a nuez, un corazón relleno asado, lonchas de hígado fritas con corteza de pan, huevas de bacalao bien doradas. Sobre todo le gustaban los riñones de carnero a la parrilla, que dejaban en el paladar un sabor ligeramente perfumado de orina”.

UN UNIVERSO GELATINOSO

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Así, el barcelonés deseoso de celebrar el Bloomsday al pie de la letra no tiene más remedio que pasarse por la Boqueria, donde quedan cuatro puestos de menudillos, el más nutrido de los mercados municipales; entre los 45 recintos, apenas suman una veintena de tiendas donde vendan despojos, ese universo gelatinoso que se subdivide en dos categorías: las entrañas (mollejas, corazón, pulmones, hígado) y las partes externas y menos nobles de las bestias (criadillas, rabo, oreja, pies de ministro). Los franceses, tan finos ellos y tan suyos, llaman a los guisos de entretelas ‘cuisine canaille’, y por eso el gastrónomo Miquel Brossa ha escogido el epíteto para titular un libro de reciente publicación donde reivindica la excelencia de la casquería: ‘Canaille’ (Planeta Gastro).

De haberse paseado por las entrañas de la Boqueria, el judío Leopold Bloom, implacable con los vegetarianos, cuyo régimen alimenticio considera “flatulento y aguanoso”, habría hecho el pino puente frente al puesto de Menuts Rosa por la pulcritud, por la arquitectura de las vísceras sabiamente apiladas: lenguas, pliegues del estómago que serán callos, cabezas de cordero, bloques de sangre cuajada, sesos, penes de ternero. Regentan la tienda Francisca Gabaldà y su hija, Rosa, que ha estudiado en la Hofmann y construye metáforas con las interioridades para que el cliente se las lleve envasadas al vacío, como el ‘capipota’ con lengua y pistachos.

LA VIRTUD DE LOS MENUDILLOS

Menuts Rosa es la institución decana de la casquería en Barcelona, porque ya la abuela de la jefa, que se llamaba Sisqueta, vendía despojos allá por 1900 en la plaza de Sant Galdric, desde donde la ‘iaia’ y su marido, Bonaventura, a base de años y esfuerzo, pudieron comprarse un puesto dentro del mercado de la Boqueria para olvidarse de los cestos.

Lo que son las cosas. Había nada menos que 58 puestos de despojos en la Boqueria durante las penurias de la posguerra, un tiempo en que recetarios clásicos, como ‘Carmencita o la buena cocinera’ (1899), de Eladia Carpinell, incluían capítulos enteros dedicados a hacer virtud de los menudillos en la escasez.

Hoy en día ya no hay término medio: la casquería es capricho de chefs de altos fogones, o bien sustento de pobres viudas —las vísceras son baratas— o la nostalgia de emigrantes latinoamericanos que trajeron en su acervo cultural el mondongo hondureño (el nombre habla), los anticuchos peruanos (tiritas de corazón ensartadas en un pincho) o los chinchulines (intestinos de ternera trenzados a la brasa). El recetario escaso del Siglo de Oro cruzó el charco junto con los arcabuces.

Después del trabucazo de las vacas locas, Francisca y Rosa aguantarán lo que sea. Resistirán como el último bastión de la casquería entre los empujones de los turistas. También para servir muelas bovinas a la universidad a fin de que los estudiantes de Odontología aprendan a hacer empastes.