Agua corriente

El lujo del pobre

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Vuelve el buen tiempo tras las lluvias: playas de la Barceloneta llenas de gente

Vuelve el buen tiempo tras las lluvias: playas de la Barceloneta llenas de gente / FERRAN NADEU

Emma Riverola

Emma Riverola

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Está en la playa. Aunque ese nombre resulta un tanto grandilocuente para la realidad. Como llamar casa a su piso oscuro y raquítico. O ayudas a lo que tan poco ayuda. Todo mengua a su alrededor. También la playa. Un espacio en peligro de extinción amenazado por el mar y rodeada de rocas y cemento. Un reducto agonizante que no hace más que recordarle su condición. ¡Pobre!, le dice la ola que viene. ¡Miserable!, le remacha la ola que se va.

Esta noche ha soñado que tenía espacio. Es difícil explicar la sensación. Respiraba. Muy hondo. Un aire limpio que arrancaba el serrín negro que imagina recubriendo sus órganos. En cada espiración, se sentía un poco más ligera. Más libre. No estaba sola. La acompañaban su marido y sus niños. Todos callaban. Permanecían de pie, inmóviles, disfrutando de esa respiración profunda. A pesar de la quietud, sabían que tenían espacio. Que podrían arrancar a correr si se les antojaba. A bailar, incluso. Sus límites no acababan a escasos centímetros de su cuerpo.

Pero la noche pasó y el sol de la tarde se muestra orgulloso, incluso amenazador. Prepárate para el verano, parece advertirle. Y ella suspira serrín y siente la pesadez del serrín. Cada día le cuesta más encontrar un hueco, coloca una toalla pequeña, se sienta sobre ella y desde ahí vigila a los críos. La orilla, abarrotada. Como abarrotada es su vida.

El piso da para lo que da. Es decir, apenas nada. Los cuatro críos encajados en una habitación. En la otra, el padre de su marido, pobrecito. Y ellos dos, en un cubículo diminuto. Ni una mesita de noche cabe. Tratar de mantener el orden se ha convertido en una misión imposible. Ya no sabe qué inventarse para guardar las cosas. Bolsas debajo de la cama, cajas sobre el armario. Lo de su suegro fue una desgracia. Un ictus así, tan grave, en un hombre que parecía tan fuerte. Da lástima verlo tan menguado. Lo han colocado en la que era la habitación de ellos, no iban a dejarlo sin ventana. Parece que algo mejora. Parece. Pero los médicos no le dan muchas esperanzas.

Agotada

Está agotada. El trabajo de antes, limpiar casas, también la cansaba, pero era otra cosa. Al menos, tenía un sueldo. Y se movía. Los pisos eran bonitos, espaciosos, luminosos. No con ventanas a un patio interior apestoso y oscuro. Pero ahora debe cuidar a su suegro, no queda otra. Al menos, tiene este ratito por la tarde, cuando la hermana de él se acerca a visitarlo y lo entretiene un rato. Entonces, ella recoge a los críos del cole, bocata de mortadela y, ¡hala!, a la playa. Al menos ya no se quejan por no hacer extraescolares.

El otro día oyó por la tele a unos que se llaman expertos. Dicen que no, que no está bien regenerar las playas. Que es un perjuicio para el ecosistema. Que nada de aportar arena. Mejor dejar que la naturaleza decida y aceptar que algunas playas van a desaparecer. Que si es tirar el dinero y que si mejor proteger las dunas de no sé dónde y que… A ella se le atragantó el serrín. Porque de política no sabe, tampoco de medioambiente ni de espigones ni de dunas, solo sabe que esa arena cada vez más escasa dibuja la única salida de su vida menguante.

Hace apenas cinco años, la playa se alargaba varios kilómetros al norte. Entonces, aún no habían nacido las gemelas. El piso les quedaba más grande, ella aún trabajaba y su marido no había quedado tocado del covid. Así que el tiempo lo permitía, pasaban domingos enteros en su trocito de playa preferido. Estaba más alejado de las calles, tenían que caminar más, pero era mucho más tranquilo. Ahora ya no existe. Solo un muro de rocas enormes y las escaleras que cuelgan en el vacío.

Tirar el dinero, dicen. Y ella se pregunta cuánto vale el aire fresco que respira, los dos palmos de playa que sostienen sus pies, el castillo de arena que levantan sus hijos, el agua que les mece, la mirada perdida en un horizonte azul y ese serrín que libera cada tarde. Ahora resulta que es un lujo. Eso será. ¿Cómo se le ocurrió creer que el pobre merecía ningún lujo?

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