El tren de la historia

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Valdría la pena que Barcelona hiciera un reconocimiento público a una de sus científicas más eminentes

Pepita Barba.

Pepita Barba. / JOSEFA BARBA

Xavier Carmaniu Mainadé

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Murió en el 2000 a los 96 años en la residencia para antiguos profesores de la Universidad de Pensilvania con la misma discreción que había vivido toda su vida, y si no hubiera sido por una frase escrita por Núria Pi-Sunyer en el libro “L' exili manllevat”, el olvido se la habría tragado para siempre. Por suerte al profesor de la Universidad de Valencia Àlvar Martínez Vidal esa mención no le pasó por alto. Y, junto con la periodista Empar Pons Barrachina, empezaron a tirar del hilo de una vida que ilustra a la perfección la historia de muchos científicos de este país.

Josefa Barba nació en 1904 en el seno de una familia lo suficiente acomodada e ilustrada para que ella pudiera ir a la universidad, algo poco habitual para las chicas de principios del siglo XX. Escogió estudiar Farmacia, una carrera eminentemente femenina. Pero Pepita -que es como la llamaba todo el mundo que la conocía- no tenía intención alguna de encadenarse detrás de un mostrador para hacer de farmacéutica. Ella soñaba con investigar. Y lo logró. Una vez licenciada, quiso ampliar su formación en la Residencia de Estudiantes de Madrid, que era una de las instituciones más avanzadas de la época. Después volvió a su Barcelona natal para trabajar en el Instituto de Fisiología, pero estuvo poco tiempo porque logró una beca para ir a la Sociedad Farmacéutica de Gran Bretaña que tenía su sede en Londres. Aquella experiencia le sirvió para afrontar el doctorado, que completó en Madrid porque entonces era el único lugar del Estado donde se podía conseguir ese título.

En la Universidad John Hopkins

Pepita Barba sabía que si quería crecer como científica debía seguir formándose en el extranjero, pero no conseguía financiación. La respuesta siempre era la misma: ya había estudiado lo suficiente. Finalmente, logró que la Fundación Maria Patxot Rabell le concediera una ayuda para ir a la universidad John Hopkins de Baltimore (EE.UU.). Esto le permitió entrar en contacto con Abraham Flexner, considerado una eminencia en Estados Unidos porque modernizó la forma en que se enseñaba medicina en ese país.

Terminada la beca era de hora de volver a casa, pero esta mujer de ciencia tenía curiosidad por ver mundo y en vez de volver directa a Europa, escogió la ruta del Pacífico y dar la vuelta al mundo. Desembarcó en Catalunya en 1931, cuando el país estaba en plena ebullición. Fracasado el intento de Alfonso XIII de salvar a la monarquía tras la nefasta dictadura de Primo de Rivera, como es sabido se proclamó la Segunda República. Empezaba una prometedora etapa. Hombres (y algunas mujeres) de la cultura y la educación intentaron modernizar un país que estaba a años luz de los vecinos europeos pero el sueño de aquella generación duró poco por qué en julio de 1936 Franco dio el golpe de estado que desencadenaría la guerra civil. Barba no tardó en darse cuenta de que si quería seguir trabajando con libertad tenía que marcharse y la primavera de 1937, sola, cruzó la frontera con Francia por el Pertús. Allí la esperaba el sobrino de Abraham Flexner, Louis Flexner. Al día siguiente la pareja se casó, lo que hace pensar que desde la estancia de Pepita en América habían mantenido un cierto rescoldo epistolar.

A través del matrimonio, Pepita podía convertirse en ciudadana estadounidense, pero los trámites para conseguirlo eran tan complejos que se pasaron un año en Francia para arreglar los papeles. Cuando pudieron regresar a EEUU se incorporaron a la John Hopkins, y a partir de ese momento además de ser pareja sentimental también se convirtieron en tándem científico. Su talento llamó la atención de la Universidad de Pensilvania, donde Louis Flexner aceptó dirigir el Instituto de Ciencias Neurológicas. Eso sí, con su esposa siempre al lado, tanto en el laboratorio como a la hora de publicar los resultados de sus investigaciones en las revistas más prestigiosas. Ahora bien, a nivel público él siempre recibió mucho más reconocimiento que Pepita Barba, que quedó discretamente relegada a un segundo plano tras el nombre de casada: J. B. Flexner. Por fortuna, gracias a la labor de Àlvar Martínez Vidal y Empar Pons Barrachina, con quienes hemos conversado en el Tren de la Historia, se ha podido reconstruir su biografía que nuestros lectores podrán conocer escuchando el pódcast.

Ahora que se insiste tanto en animar a las niñas a seguir carreras de ciencias y todo el mundo se lamenta de que no hay demasiados ejemplos inspiradores, valdría la pena que Barcelona hiciera un reconocimiento público a una de sus científicas más eminentes: Pepita Barba.