Conde del asalto

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Miqui Otero

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Hay personas con los ojos fuera de las órbitas. Corriendo de aquí a allá y abrazando a desconocidos. Llevan pulseras de papel en la muñeca y engullen gofres. Levantan las manos en los conciertos sin saber quién toca en ese escenario. También se detienen en stands de marcas, donde hay incluso coches expuestos. Caminan dando tumbos, como intoxicados: ríen y lloran. Sobrepasados, pero felices.

Estoy en un festival. No es el Primavera Sound. Ni el Cruïlla. Ni siquiera el Sonar, aunque estoy en el recinto de Fira en Montjuïc. ¡Un momento! Los asistentes son bajitos. Otra pista: los coches expuestos en el 'stand' son Tesla, así que los inventó lo que podríamos llamar (con generosidad) un “niño grande”: Elon Musk. Exacto, es el Festival de la Infància, hasta el mediodía del 31.

Si me sonaba es porque yo también fui cuando era un niño. Es enorme (3.000 metros cuadrados de actividades), aunque a esa edad lo parecía aún más. Recuerdo mucho abrigo de paño, pasamontañas ochenteros de los que nos convertían en una versión retaco de alguna célula sandinista y pantalones de pana. La primera edición fue en 1963, así que cuando yo iba llevaba más de dos décadas en marcha.

Era una especie de parque de atracciones corporativo, donde las pegatinas de Cacaolat o Panrico iban muy buscadas, pero eso era natural entonces, cuando los colegios aún montaban excursiones a fábricas de las que salías con packs de (ahora intervendrían los geos) donuts y cocacolas.

Este festival volvió el año pasado a esa línea, tras unos años como 'Ciutat dels somnis'. Una compañía de seguros ofrece maquillaje facial y una pista de fútbol (tras firmar papeles que aseguran que está cubierta la cosa en caso de reacción alérgica o balonazo testicular).

Luego hay un mar de caballetes donde los lienzos son trozos de caja de pizza. Le prometo a una de mis acompañantes que iremos a los caballetes, pero entiende caballitos: tarda en reponerse. Pintamos con témperas y recibimos pizza gratis, antes de enfilar la siguiente parada: el árbol de navidad de EL PERIÓDICO. Allí los niños pintan la 'P' de la portada y escriben un deseo antes de colgar el adorno. Pienso en pintar yo uno y formular una petición laboral, como si lo hiciera ante la jefa de Cultura.

Servei Català de Trànsit VS Nintendo

Tenemos hora para una suerte de Masterchef organizado por una cadena de supermercados y un porrón de marcas, pero antes quemamos calorías en una pista americana inflable y haciendo pogo en un concierto.

Los niños cocinan unos huevos rellenos de queso, yema y atún, con nariz de zanahoria y ojos de alcaparra. Se lo comen. Yes, chef, se lo comen. Y luego lo queman un poco más donde la Autoritat Catalana de Protecció de Dades: los niños sacan de la red del laberinto cosas que no deberían estar en internet mientras los padres les hacemos fotos (y muchos las suben a internet).

Es este un sitio curioso donde el Servei Català de Trànsit puede rivalizar con Nintendo. El 'stand' del primero es un enorme circuito para bicis. Da tiempo de recoger la carta de Reyes en el de Correos y de visitar a la autoridad. Los niños pintan gorras de papel de la Guardia Urbana y se suben en sus motos. No puedo evitar mirar a la agente que los recibe (“¿os gusta jugar?”, les dice) y pensar en que años atrás podría haber venido (y dicho eso) Rosa Peral.

Sin el cuerpo en llamas, sino con algo de frío, aún patinan como pingüinos desorientados en la pista de hielo. Todo tiene un aire retro. Algo así como cuando visitan la casa de los abuelos y descubren un juguete que era del padre y, he ahí el milagro, aún funciona. Y les flipa.

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