Machismo
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La violencia se ceba en los hijos

Disponer de la vida de otro, sea cual sea el motivo, es la máxima expresión de la voluntad de dominio

La precipitación es mala consejera para todos

Una rosa depositada en el exterior de la casa de El Prat de Llobregat donde se ha producido el crimen de violencia vicaria

Una rosa depositada en el exterior de la casa de El Prat de Llobregat donde se ha producido el crimen de violencia vicaria / JORDI OTIX

Cuatro niñas y tres niños han sido asesinados desde que empezó el año por el padre de las familias. La mayoría fueron víctimas de la violencia vicaria, la ejercida por el maltratador para hacer sufrir a la madre. A veces lo sucedido no encaja con esta definición y las motivaciones internas del perpetrador pueden ser otras, aunque siga tratándose de la consecuencia de creerse con potestad para decidir sobre la vida de otro, la máxima expresión de voluntad de dominio. Pero la gravedad de hechos como el de El Prat no justifica la precipitación con la que fuentes políticas o mediáticas lo calificaron de una forma que todo indica que no era la apropiada.

En conjunto, los datos son los peores desde el 2013, el año en que empezó a contabilizarse los casos de violencia machista. Aunque, como al resto de indicativos referentes a cualquier otra manifestación de este fenómeno, a la hora de interpretar las estadísticas deba incorporarse también el efecto de aflorar e identificar sucesos que en un entorno de menor concienciación pasaban desapercibidos.

Hay frases que, como las malas hierbas, se resisten a desaparecer. Que, aunque su eco es lejano, siguen reproduciéndose. Aquel «la maté porque era mía» o «te voy a dar donde más te duele». Ambas se solapan para dañar a los más desprotegidos. Cuesta entender el mecanismo psicológico que lleva a un padre a matar a sus hijos. Por eso, por lo terrible, por lo incomprensible, por lo doloroso e indignante que es, cabe ponerlo en el centro del debate. En esta cuestión no caben trampas dialécticas ni estrategias partidistas. Toda la sociedad, todas las instituciones deben volcarse en la protección de los niños. 

«Es hora de empezar a pensar en términos de estado de alarma», apuntaba ayer en este diario Sonia Vaccaro, la psicóloga que acuñó el término de «violencia vicaria». Por esta expresión se entiende todo aquel daño que el maltratador inflige a sus hijos para provocar el sufrimiento de la madre. Los niños se convierten en un simple mecanismo de tortura. Es la deshumanización última, la ceguera absoluta. Aunque cada caso responde a una o varias problemáticas, en esta creciente virulencia hay un contexto social que no puede obviarse: el avance feminista. Los logros en la igualdad están produciendo una reacción en los sectores más retrógrados. Una resistencia que no siempre es espontánea. La extrema derecha alimenta un vivero de votos victimizando a los hombres, aprovechando la incertidumbre económica y señalando a las mujeres como culpables de todos los males. Utiliza mensajes que exaltan la hombría, que asientan la autoestima en el dominio. Es algo más que una estrategia política contra la izquierda: es un veneno para la convivencia. Y, ahora sabemos, trágicamente sabemos, hasta qué punto es letal. 

España ha conseguido dotarse de un robusto y avanzado marco legal para combatir la violencia machista. Ahora falta que el conjunto de la sociedad asuma su total significado. Quienes han de aplicar las leyes, en primer lugar. Sin tibiezas. Y con la seguridad de que los niños deben pasar por delante de cualquier consideración. El régimen de visitas es, sin duda, un punto clave a revisar. Ante el derecho de un padre violento a ver a su hijo debe prevalecer el derecho a la protección del niño. Ampliar y profundizar los métodos de análisis de cada situación es una prioridad. Hay demasiadas vidas en juego.