Opinión | Políticas ambientales

Carol Álvarez

Carol Álvarez

Subdirectora de El Periódico

El verano de las garrafas de agua embotellada

La pandemia nos noqueó hace cuatro años de la mano de los peores pronósticos climáticos, pero las políticas ambientales que dibujó la crisis están estancadas

Un grifo llena un vaso de agua.

Un grifo llena un vaso de agua. / Área Metropolitana de Barcelona

Cuatro años han pasado del estado de alarma decretado por la pandemia, y en mañanas de fin de semana, asomarse al balcón silencioso da aún un ligero escalofrío. Un millar de días han pasado atropelladamente pero son solo una arruga en el tiempo, y aquellos momentos de corazón en un puño, calles vacías y restricciones, de incertidumbres sobre lo imposible, han dejado una huella imborrable en todos los que los atravesamos. La huella sigue ahí, pero la certeza de que todo iba a cambiar, no. Más allá del debate sobre la gestión sanitaria, la propagación del covid llegó de la mano de la crisis por el calentamiento global irreversible. Vimos claro que se acabaron los viajes en avión a mansalva, sin remordimientos y a precios bajos: la pandemia estaba altamente relacionada con la globalización y la crisis climática, la deforestación que permitía y permitirá la propagación de virus desconocidos y alta letalidad. 

Pero volvemos a echar el freno de mano en medidas urgentes y necesarias, y esta misma semana el sector aéreo levanta la mano ante una de las nuevas certezas derribadas, la del impuesto al queroseno para compensar las emisiones, y lo ha hecho apelando al impacto que tendría su aplicación sobre el PIB catalán, con pérdidas aproximadas  de 724 millones de euros y la destrucción de 5.000 empleos en España.

Solo hace unas semanas, la crisis de los agricultores, en pie de guerra por las medidas que quería imponer Europa para frenar el uso de pesticidas en el campo, con el consiguiente prejuicio para las cuentas del castigado sector europeo obligó a una retirada en toda regla del plan.

Y llegó la sequía

Otro de los recuerdos que más asocio al estado de excepción es el del lavado frenético de manos de los primeros días. Muy al principio nos lanzamos a usar guantes de plástico desechables, compramos cajas y cajas de ellos, y el olor químico que desprendían aún me acompaña a ratos ligado a una aprensión al contagio a lo desconocido. Nos lavábamos las manos con furia, al principio, luego aprendimos a tararear 'La macarena' con la rutina de higiene, o una letanía, el Ave María, como un truco para calmarnos. 

La sequía no era entonces un problema amenazador, los microplásticos no eran temibles, pero encarar ahora un verano que puede llegar sin agua potable y con garrafas de agua embotellada en plástico nos vuelven a colocar en una casilla de salida de demasiadas cosas, como si corriéramos sin movernos del sitio y si parásemos un segundo retrocediéramos en esta gran carrera de la humanidad, el legado de vida para las futuras generaciones.

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