Me quedé jodido
Me había obsesionado con la idea de que aquella moneda era una especie de talismán que me pertenecía y no estaba dispuesto a renunciar a ella
Juan José Millás
Escritor.
En el suelo del vagón del metro había una moneda que nadie veía, excepto yo. No me podía agachar a recogerla porque me daba un poco de vergüenza. ¿Qué haría cuando la gente se volviera? ¿Exhibirla en alto con mirada interrogativa por si alguien reclamara su propiedad? Los usuarios entraban y salían en cada estación sin que nadie reparara en ella. ¿Será una alucinación?, me pregunté. No lo creí. Me había operado recientemente de cataratas y mi vista había mejorado de manera increíble. Me lo dijo la médica que me revisó poco después, cuando fui a renovarme el carné de conducir:
-Tiene usted una vista de águila.
En estas, me dio por pensar que cuanto más tiempo continuara la moneda en su sitio, más deseos se cumplirían para mí. Por cada estación, un deseo. Pasaron seis, siete, ocho, nueve estaciones (seis, siete, ocho, nueve deseos, contabilizaba para mis adentros). En esto, entró en el vagón un tipo con zapatillas deportivas, la pisó, y se le debió de quedar pegada a la suela, pues cuando volvió a levantar el pie ya no estaba. Seguí al tipo, que hizo un transbordo dos paradas después, por si se le desprendía. Me había obsesionado con la idea de que aquella moneda era una especie de talismán que me pertenecía y no estaba dispuesto a renunciar a ella. Cuando se le desprendiera, la recogería sin miramiento alguno para convertirla en un colgante o algo así. Pero no se le desprendía.
Las estaciones transcurrían como en un sueño sin que ocurriera nada. En esto, el sujeto realizó un movimiento raro con el pie y la moneda cayó sin que nadie lo advirtiera. Me agaché al instante sobre ella y la rescaté. Justo entonces apareció un indigente al que no tuve más remedio que entregársela, pues era lo que todo el mundo me pedía con la mirada. Seguí al indigente, que se apeó enseguida y, ya en la calle, lo abordé.
-Le compro la moneda de dos euros por un billete de cinco -le propuse.
El indigente observó la moneda, que apretaba en su mano, valoró la oferta, compuso un gesto de codicia y dijo que no, que ni por un billete de veinte. Tampoco por uno de cincuenta.
Me quedé jodido, la verdad. Me quedé sin magia.
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