La vida enferma
He regresado a las páginas de Anatole Broyard porque estoy lidiando con los peores momentos, en forma de memorias, de las dolencias que acabaron con la vida de mis padres
Inés Martín Rodrigo
Periodista y escritora
Después de catorce años en el área de Cultura del periódico ABC, en junio de 2022 se incorporó al grupo Prensa Ibérica y en la actualidad forma parte del equipo del suplemento literario 'Abril', además de escribir artículos de opinión. En 2022 ganó el Premio Nadal con la novela 'Las formas del querer'. Es autora de la ficción biográfica 'Azules son las horas' (2016), la antología de entrevistas a escritoras 'Una habitación compartida'' (2020), el cuento infantil 'Giselle' (2020) y el ensayo 'Una homosexualidad propia' (2023). En 2019 fue seleccionada por la Agencia Española de Cooperación Internacional para el Desarrollo (AECID) en el programa '10 de 30', que cada año reconoce a los mejores escritores españoles menores de 40 años.
No es fácil convivir con la enfermedad. Sí, presentada con el artículo determinado delante, pues, aunque hay afecciones más terribles que otras, la condición es siempre la misma: el destierro del país de los sanos. No con esas palabras exactas, pero sí parecidas, lo describe Christopher Hitchens en 'Mortalidad', las memorias en las que narra los 18 meses de tormento que pasó desde que le diagnosticaron cáncer de esófago hasta su muerte, el 15 de diciembre de 2011. El escritor, un polemista brillante, experimentó, durante el tratamiento y su ulterior agonía, la transformación que todo enfermo padece y ante la que nada puede hacer: un drástico cambio, irreversible, en la relación con el mundo que le rodea. Para entender lo que le sucedía, Hitchens recurrió a las palabras, porque solo hay un modo cuerdo de intentar comprender lo que la enfermedad comporta, y ese es la escritura.
Antes de morir, Tolstói dijo: «No entiendo qué se supone que he de hacer». De hecho, han sido muchos los autores que a lo largo de la historia reciente de la literatura han aspirado a ello, unos con más éxito que otros, ya sea como pacientes o como cuidadores. Son numerosos los nombres que ahora recuerdo (el mismo Tolstói, Susan Sontag, Oliver Sacks, Henning Mankell), aunque hay uno al que he vuelto a releer en los últimos días: Anatole Broyard. En 'Ebrio de enfermedad,' libro publicado tras su muerte, por cáncer de próstata, el prestigioso crítico del suplemento literario del 'New York Times' escribe: «Freud dijo que todos los hombres están convencidos de su propia inmortalidad. Yo desde luego lo estaba. Me había entretenido a lo largo de la vida hasta llegar a ese punto, y cuando el médico me dijo que estaba enfermo fue como una descomunal descarga eléctrica. Me sentí galvanizado. De pronto fui una persona nueva. Todos mis antiguos y triviales yoes cayeron uno por uno y me vi reducido a la esencia. Empecé a mirar a mi alrededor con ojos nuevos». Los ojos del que ve aproximarse a la muerte.
El motivo de que haya regresado a las páginas de Broyard tiene que ver, una vez más, con mi historia personal. Por razones que no vienen al caso explicar, literarias, estoy lidiando con los peores momentos, en forma de memorias, de las dolencias que acabaron con la vida de mis padres. Los dos murieron de cáncer. Mi madre, hace casi 27 años. Mi padre, hace cinco meses. Ambos sufrieron lo indecible, pero cada uno afrontó su condición de enfermo, ese destierro del país de los sanos del que habla Hitchens, de una manera bien distinta, condicionada por sus diferentes caracteres, que cambiaron, además, durante sus enfermedades.
Mi madre lo hizo, ahora lo sé, desde la ingenuidad de sus 40 años, sin renunciar ni un solo día a la alegría. Mi padre, en cambio, se acurrucó en la difícil intimidad del paciente y quiso preservar su privacidad hasta el final, sin compartir, ni siquiera con las personas que estábamos a su lado, cómo se sentía. Mi madre no renunció a la sociabilidad. Mi padre abrazó, a veces demasiado, la soledad. Mi madre incorporó la enfermedad a su estética (pelucas, sombreros). Mi padre prefirió no ser visto. Mi madre hablaba de los placeres de la vida incluso días antes de que la sedaran. Mi padre agonizó refugiado en una afasia que llegó a contagiarme a mí, incapaz de articular palabras que le procuraran algo de consuelo. Frágiles los dos, vulnerables, aterrados. Profundamente humanos.
Porque la muerte es casi más humana que la vida. Lo he descubierto leyendo a Christian Bobin. Hace unos días, dos amigos escritores me regalaron su libro 'Autorretrato con radiador' «con la esperanza de que encuentres en él algo de luz». Y así ha sido. «Hablo mucho de muerte en estos cuadernos -dice Bobin-, pero no puedo elegir mis palabras y si, al leerme, dan ganas de probar un buen vino, de hacerle una visita a alguien a quien se quiere o de llegar tarde a trabajar, pues bien, este libro habrá encontrado su verdadera alegría». Brindo por ello, por él y por mis padres.
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