¿Quién querría ser presidente?
¿Cuán desmesurado tiene que ser el deseo de mandar de un hombre para gobernar un país en las condiciones de chantaje en las que vive Pedro Sánchez?
Juan Soto Ivars
Escritor y periodista
El gusto por el poder es, posiblemente, lo que mejor distingue a unas personas de otras. Hay quien quiere mandar y quien no lo desea, ni lo haría aunque pudiera. Yo pertenezco a la segunda categoría. Soy consciente de que en el mundo hacen falta líderes, así que acepto y tolero la existencia de los primeros. Pero si me ofrecieran mandar, me negaría.
No quiero para mí, empoderamiento, sino libertad. Que me manden lo menos posible, que me dejen espacio, que me dejen en paz y que cuando se molesten por algo que yo he dicho me den la murga sin consecuencias. En los últimos años, se me han quitado hasta las ganas de votar. La única autodeterminación que reclamo es la de escribir, después de estas, las palabras que me vengan en gana.
Pienso esto al filo de una semana en la que el gobierno ha constatado que vive sometido a gente que desea mandar: tan grande es su deseo de permanecer en la fantasía de que manda. Así, un partido que cuenta con menos de medio millón de votos y ni siquiera gobierna su autonomía, junto a otro que gira en torno a un canal de Youtube con aires de checa desdentada, han convertido la aprobación de tres decretos en el acto de humillación política más sonado que se ha visto en los últimos tiempos.
En una misma jornada, votaciones que se retrasan treinta minutos por supuestos problemas técnicos y en las que se oculta a los diputados del PSOE que se ha ofrecido a Junts en esos treinta minutos una migración autonómica de las competencias en inmigración, o una venganza personal de Podemos contra Yolanda Díaz tumbando un decreto beneficioso para "la gente". En España uno se podría preguntar quién manda, pero la pregunta más endiablada es para qué quieren estar ahí.
¿Cuán desmesurado tiene que ser el deseo de mandar de un hombre cuando está dispuesto a ocupar el gobierno de un país en las condiciones de chantaje permanente en las que vive Pedro Sánchez? ¿Satisface ese deseo, acaso esa sed, el fingimiento colectivo de que es él quien manda y preside cuando ha quedado probado, desde este primer zoco parlamentario, que lo único que puede hacer Sánchez es dar a toda prisa lo que otros le exigen de mala manera?
¿Hasta qué punto está dispuesto a humillarse el rey para que los lacayos, dueños de la guillotina, le permitan lucir la corona? Pocos cuentos han sido en este sentido más elocuente que aquel del traje nuevo del emperador. Sánchez gobierna tanto como aquel ridículo monarca vestía sus galas.
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