Más inteligencia y menos artificio
No quisiera yo llegar a ser diagnosticada, de lo que fuera, por nadie que no sea un médico de carne y hueso, ni leer nada que no haya sido escrito por una persona que duda, luego existe
Un conflicto de interés explicaría el despido de Sam Altman como jefe de OpenAI
Un año de ChatGPT: ni inteligencia ni artificial, por Albert Sáez
Inés Martín Rodrigo
Periodista y escritora
Después de catorce años en el área de Cultura del periódico ABC, en junio de 2022 se incorporó al grupo Prensa Ibérica y en la actualidad forma parte del equipo del suplemento literario 'Abril', además de escribir artículos de opinión. En 2022 ganó el Premio Nadal con la novela 'Las formas del querer'. Es autora de la ficción biográfica 'Azules son las horas' (2016), la antología de entrevistas a escritoras 'Una habitación compartida'' (2020), el cuento infantil 'Giselle' (2020) y el ensayo 'Una homosexualidad propia' (2023). En 2019 fue seleccionada por la Agencia Española de Cooperación Internacional para el Desarrollo (AECID) en el programa '10 de 30', que cada año reconoce a los mejores escritores españoles menores de 40 años.
No sé cómo se usa la aplicación ChatGPT. Hasta hace bien poco ni siquiera sabía cómo se escribía, me liaba con el orden de las letras finales y terminaba, siempre que quería escribirla o pronunciarla, buscando la palabra en Google, que es la versión perversa de la memoria colectiva. Sí estoy al tanto de en qué consiste sin necesidad de recurrir al buscador que todo lo sabe: es una tecnología que, usando la inteligencia artificial, permite mantener conversaciones mediante preguntas trasladadas por el hombre a la máquina, siendo esta capaz de elaborar textos, sesudos o intrascendentes, en base a la información proporcionada por el sujeto humano sin ser este a veces consciente de esa transacción ni de sus consecuencias.
También me enteré, porque la noticia salió en todos los medios y, aunque con frecuencia me pasa como a Sharon Olds y he de distanciarme de la realidad para poder soportarla, leo la prensa y veo y escucho los informativos, de la rocambolesca historia de Sam Altman. El cerebro detrás de ChatGPT fue despedido por su propia empresa, OpenAI, después de que la junta directiva le acusara de no ser "consistentemente sincero en sus comunicaciones". Estuvo Altman poco tiempo desocupado: Microsoft lo contrató según salió por la puerta, aunque a los pocos días regresó a su antiguo puesto después de que la gran mayoría de empleados de OpenIA amenazara con dimitir si no se le readmitía.
Unos meses antes de este culebrón más propio de la T.I.A. de Ibáñez (cómo se le extraña, a él y a todos los genios en pantuflas) que de Silicon Valley, uno de los padres de la inteligencia artificial (hay muchos, es una paternidad múltiple y muy disputada que se remonta a Alan Turing), el británico Geoffrey Hinton, dejó su trabajo en Google para poder advertir, sin perjudicar a la empresa de Sundar Pichai, de los riesgos de la tecnología que él mismo contribuyó a desarrollar. "Había gente que creía que las máquinas podrían volverse más inteligentes que las personas, pero la mayoría pensaba que eso estaba muy lejos. Yo mismo pensaba que faltaban de 30 a 50 años, o incluso más. Obviamente, ya no pienso eso", dijo Hinton en la entrevista para The New York Times en la que anunció su decisión.
No estoy yo en condiciones de valorar su actuación ni de ponerme a analizar los motivos de las idas y vueltas laborales de Altman. Me falta información, desconozco casi todo de un campo, el de la inteligencia artificial, que, sin embargo, lleva largo tiempo formando parte de nuestra cotidianidad, probablemente sin que lo sepamos. Van décadas, ya, desde que empezamos a usarla, a permitir su avance cediendo datos a través de consentimientos nunca leídos, solo aceptados con tal de no perder un minuto de ese valioso tiempo que ya no sabemos cómo malgastar.
No soy apocalíptica y tampoco integrada, definiciones que el maestro Umberto Eco nos regaló a mediados de la década de los 60 para enfrentarnos a la cultura de masas. No voy a echar por tierra la utilidad de muchos de los avances, en medicina, en informática, incluso en el ámbito doméstico, en lo que se nos ocurra, que ha traído consigo la inteligencia artificial. Pero sí soy prudente, y muy observadora. Y, por eso, me llama tanto la atención que ese tema de conversación haya sustituido, por ejemplo, a la meteorología, tan recurrente como inocua, en las recientes comidas y cenas navideñas. Está claro que es una revolución, pero nada tiene que ver con la industrial. No me opongo a ella. No podría, soy parte implicada. Pero seamos cautelosos. Fue lo que intenté argumentar en una de esas sobremesas, en la que fui testigo de la aceptación de la inteligencia artificial como algo inevitable y beneficioso, sin reparar en sus peligros. No quisiera yo llegar a ser diagnosticada, de lo que fuera, por nadie que no sea un médico de carne y hueso, ni leer nada que no haya sido escrito por una persona que duda, luego existe. Es solo la punta del iceberg, y ya saben lo que le pasó al Titanic.
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