Le Fumoir
Javier Puga Llopis
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Viernes, once y once de la noche

El país se estremece ante la posibilidad de réplicas mientras mira al cielo de reojo, pues, aunque es el suelo el que tiembla, es Dios el que parece enfadado

Efectos del terremoto que ha devastado Marruecos.

Efectos del terremoto que ha devastado Marruecos. / EFE

El viernes ocho, tarde, supimos del terremoto de Marruecos. Las desgracias suceden a menudo en viernes. Suceden de noche. Recuerdo aquella pesadilla de los atentados de París. También era viernes. También de noche. Una de noviembre bajo un tiempo magnífico, como de veranillo de San Miguel fuera de hora. Una soirée que se anunciaba plácida y se tornó horror. En Marruecos, la noche del ocho se hizo escombro.

Marruecos en árabe se llama "Magreb", que es como nosotros llamamos a todo lo que va desde el Rif hasta Suez. Es la parte que define el todo. Es un Maelstrom vital que nunca deja de fascinar, un remolino de existencias que parece girar en torno a las aljamas, puntales de la Historia, eminencias de tiempo y espacio, como giran los peregrinos en torno a la Kaaba en el sentido contrario a las agujas del reloj, al tiempo artificial y medido de los humanos. El país es un curry de colores que son las especias de un paisaje agreste, duro, un entorno tan bello como hostil que curte la tez cetrina de los que allí habitan, un cuero de sol y "chergui", que contrasta con el rostro dibujado a cincel de las hijas del país, mocitas en caftanes de colores restallantes, mujeres de una belleza turbadora y ojos profundos como pozos sin fondo. 

Marruecos hace buena la frase de Montaigne, por la que el orden sería una virtud triste y sombría. El caos cotidiano se vio interrumpido un viernes aciago que ya quería ser sábado, por un hiato caprichoso y maléfico de apenas cincuenta segundos, antes de que todo fuera luto. Era día de rezo, y luego lo fue de prez por los que se fueron en un suspiro. Se ha perdido la cuenta de los muertos. Pronto serán estadística. Estos castigos de la Naturaleza nunca parecen tener límite, pues la tragedia no tiene tasa ni medida. Si no, sería otra cosa. Un accidente, un dato, un asterisco.

Las imágenes hablan por sí solas. Llama la atención ver a la gente correr. Corren de espanto. Pues en Marruecos nadie corre. La vida es un trasiego constante, una lucha diaria, pero nunca una carrera. No se ve en Marrakech, Fez o Mequinez a un solo tipo en chilaba poner pies en polvorosa, pues todo, en tiempo normal, parece coregrafiado, un estudio de cine donde la vida encaja con el cliché de lo que creemos que Marruecos debe ser, de que el ritmo cansino y sensual de la existencia no se rompa. 

De pronto, en un estertor, en esa noche malhadada, todo ese teatro de vida se precipita contra el suelo, como si una mano sobrenatural lo tirara abajo con un gesto displicente de sus dedos, y con él las casas, los minaretes –la torre de Hassan es un recordatorio de cómo las gastan los sismos en Marruecos–, los negocios, el decorado y los sueños de todos esos que hoy el país llora, mientras sus deudos escarban entre los escombros dormidos, buscando un milagro, un latido, un guiño de Alá. En ese afán desesperado, una mano amiga tira de un cuerpo hacia fuera, liberándolo del peso de los cascotes de adobe viejo sobre sus piernas, una escombrera donde antes había un hogar que se deshizo como un azucarillo, salvándole de la muerte lenta de la asfixia, mientras el resucitado grita, agradecido: "!Alhamdulilah!" (Alabado sea Dios).

Y suenan entonces las albórbolas de regocijo de las mujeres refugiadas en los espacios abiertos, más agudas que el ulular de las sirenas de las ambulancias que corren de aquí para allá, buscando hacer el bien, y hacerlo a tiempo. Celebran cada rescate como si fuera un parto sano, un cuerpo que respira, exhausto de su viaje, escupido de nuevo a la vida desde las entrañas de la tierra. Un guerrab (aguador) encorva la espalda para llenar un dedal de agua de su tinaja y dárselo al superviviente sediento. Mientras, un chaval se abraza tembloroso y descalzo a su PlayStation, como un náufrago a su tabla de salvación, una maquinita que es su más preciado tesoro, su ventana a mundos infinitos e imaginarios, su idea de libertad, mientras la realidad se declina hoy, desoladora, en la fila de casas a su espalda, un puro desmonte. El país se estremece ante la posibilidad de réplicas, recidivas del horror vivido, mientras mira al cielo de reojo, pues, aunque es el suelo el que tiembla, es Dios el que parece enfadado.

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