Festivales de música

El tiempo de la alegría

Asociamos el verano, desde antiguo, con la abundancia, con la saciedad, con la alegría

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Festival de Glastonbury: segunda jornada

Festival de Glastonbury: segunda jornada / OLI SCARFF / AFP

Care Santos

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Tienen algo de tribal, de primitivo, de rito de paso, de optimista celebración de lo humano, que los vuelve irresistibles. Un modo genuino de relacionarse con el mundo y con quienes lo habitan. Eso son los festivales musicales, eso han sido siempre. Porque la música nunca fue un mero acompañamiento de nuestras vidas: es desde siempre un estimulante, un reactivo, parte integrante de nuestras conciencias. Mucho más desde que va acompañada del canto (la palabra) y la danza. Seamos o no conscientes de ello, cuando celebramos la vida a ritmo de una melodía, estamos conectando con lo más remoto de nuestra especie.

No somos los únicos bichos a quienes les pasa. El etólogo alemán Irenäus Eibl-Eibesfeldt demostró que el ritmo estimula ciertos procesos fisiológicos incluso en los vertebrados inferiores. También que si le cantas una canción de cuna a alguien con el ritmo cardíaco acelerado, sus pulsaciones disminuyen más rápido que si permaneces junto a él en silencio. Es hermoso pensar que así nació la música, igual que la palabra: en el estrecho vínculo entre una madre y su bebé inquieto. Aunque podría haber otros orígenes, claro. La marcha militar que cohesiona a un ejército, que le da coraje y le hace creer superior, invencible. La letanía que con música adoctrina mejor, porque la letra emociona y se recuerda mucho más. O la noche remotísima de Luna llena en que la tribu celebraba la llegada del buen tiempo y alguien comenzó a golpear un tronco hueco con las manos. No sé si este último fue el inicio de la música, pero lo fue de los festivales veraniegos que celebran la persistencia, la permanencia o la pertenencia. Somos parte de esto, pretenden decirnos, somos distintos a otros pero parecidos entre nosotros, y estamos dispuestos a celebrarlo a lo grande.

Asociamos el verano, desde antiguo, con la abundancia, con la saciedad, con la alegría. También con el amor y la juventud. Por eso en las canciones veraniegas abundan los ritmos vivaces y los registros elevados. Cualquiera en cualquier parte del mundo puede reconocer esos ritmos por el tono y la cadencia, más allá del idioma o la cultura. La música es —qué envidia— un lenguaje universal, unificador, que no necesita intérpretes para ser perfectamente comprensible. La danza es a menudo un ritual de seducción, una promesa, pero también un lenguaje grupal. Es la voz de lo innato, tan fascinante como misteriosa. Provoca —también está demostrado— más conmoción que otras manifestaciones artísticas, como las visuales. Genera tensiones emocionales que nos llevan a lo que los griegos llamaron catarsis, el efecto regenerador y transformador del arte sobre quien lo recibe. La repetición de un ritmo altera nuestras conciencias, y puede provocar incluso estados de trance y pérdida de control. Y sabido es que los seres humanos —más cuanto más jóvenes—, precisamos también de estos excesos. También en eso late lo ancestral, lo primero que fuimos sobre el mundo.

De modo que bienvenido sea una vez más todo ello. Cantemos, bailemos y sintámonos parte de algo maravilloso. Y disfrutemos del tiempo de la abundancia y la alegría que la música hace inalterables. 

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