Artículo de J. Daniel Rueda Estrada

El covid-19 evidenció la precariedad en las residencias de mayores

Las carencias presupuestarias y los recortes producidos en servicios sociales han dejado la aplicación de la ley en poco más que en una literatura jurídica con escaso relieve en la respuesta a las necesidades reales de las personas que demandan una valoración de dependencia

Ancianos en una residencia.

Ancianos en una residencia. / El Periódico

J. Daniel Rueda Estrada

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Mucho se está hablando de las residencias de mayores y de la necesidad de cambiar el modelo de atención. El covid desveló lo que se venía sabiendo, pero se negaba desde las propias entidades y desde las administraciones. Lo que parecía ser un recurso de calidad y bienestar para atender a personas que no podían ser cuidadas en sus domicilios por la familia o con apoyo de otros recursos sociosanitarios se manifestó en su plenitud con carencias, deficiencias y malas prácticas, tanto en la gestión de los centros como en la carencia de controles y auditorías administrativas.

La falta de personal cualificado, la sobrecarga del trabajo de los gerocultores, los salarios precarios y la inadecuación de la gestión interna de algunas residencias a las normas exhibidas de certificaciones de calidad bien enmarcadas pusieron de manifiesto que lo que se gestaba dentro era una realidad bien diferente, ocultada y negada.

La opción residencial solo afecta al 3,5% de la población mayor en España, según datos del INE (2021) ya que existen otras alternativas para atender a las personas mayores en su medio y entrono social y familiar. En el caso de Catalunya, de las 1.000 residencias que existían en 2020 (datos del CIS), el 79% de las plazas son gestionadas por residencias privadas que a su vez son titulares del 82% de todos los centros.  

Las Comunidades Autónomas gestionan servicios y recursos previstos en la Ley de Dependencia como derechos. Pero las carencias presupuestarias y los recortes producidos en servicios sociales han dejado la aplicación de la ley en poco más que en una literatura jurídica con escaso relieve en la respuesta a las necesidades reales de las personas que demandan una valoración de dependencia. Se reconoce el derecho, pero se carece de recursos adecuados al momento y a la realidad de quien lo necesita. Un derecho reconocido tras trámites largos, pero que no se aplica de forma automática, es no reconocer ni garantizar el derecho.

Mientras la atención a las personas mayores sea mediante recursos y servicios o la opción de residencial se siga viendo como un gasto y no como una inversión que genera valor añadido y da oportunidades en investigación, creación de puestos de trabajo, y mientras las residencias se gestionen como un negocio y no como un servicio, no habremos aprendido nada de lo que el covid-19 puso de manifiesto cuando se tomaron algunas medidas contrarias a la ética y a la garantía de los derechos de las personas y de los familiares. Cabe citar como actuaciones contrarias a los derechos humanos, no respetar el derecho a la salud (el cribado político impuso que no fueran atendidos en los hospitales las personas de cierta edad contagiadas del virus), el derecho a ser atendidos en los últimos momentos de su vida por allegados y familiares. El confinamiento posterior al que se vieron sometidas muchas personas en las residencias para evitar contagios ha añadido problemas de salud, de soledad y aislamiento, innecesarios, y un largo etcétera de errores.

Las personas mayores no pueden ser moneda de cambio de políticos ni de decisiones basada en la idea de negocio. Todo esto es un nuevo tipo de maltrato inadmisible en una sociedad que alardea de conquistar años y alargar la vida. Recordando a Marcial, la vida no tiene sentido si no tiene calidad: “non vivere sed valere vita est”.