Hans Niemann: Máquinas, trampas, bolas anales e insidias
Bajo la apariencia nítida, pulcra y binaria de las blancas y las negras, se esconden insidias y traiciones, envidias y odios profundos
Josep Maria Fonalleras
Escritor
El 6 de octubre, Hans Niemann juega la primera partida del US Chess Championships contra Christopher Yoo. Es una partida que los expertos califican de "increíble". Niemann, con esa mirada medio perdida medio de psicópata que tiene, cara redondeada, lleva una americana negra y una ruidosa camisa de flores, con la melena ensortijada y con unos rizos que le tapan la frente. Juega con negras y domina el juego. Entonces, ofrece un sacrificio que, a simple vista, parece, para un aficionado como yo, no solo innecesario, sino fatal. Cede la dama, pero gana la posición y consigue llegar a un final de peones en el que la pérdida de una torre a manos del caballo no hace sino certificar la derrota de Yoo, porque, como decía James Mason (no el actor, sino un jugador del siglo XIX), “cada peón es potencialmente una reina”. Días después, Niemann firma dos tablas y pierde con un gran maestro, Fabiano Caruana, que le califica de “genio inconstante”.
Y Niemann lo es. Tiene detalles sorprendentes y series de jugadas exuberantes, y después, a veces, termina como puede. Por eso, por esta irregularidad, muy probablemente, le han acusado de tramposo. Y por eso, cuando acabó la partida con Yoo declaró que “el ajedrez habla por sí mismo”. Antes, Niemann tuvo que sufrir una humillación pública al entrar en la sala en la que se disputaba el torneo. En este deporte ya nadie se fía de nadie, y te hacen pasar por un escáner que vigila que no lleves minúsculos auriculares u otros dispositivos sospechosos. En el caso de Niemann, el escaneo fue de nivel terrorista, entre otras cosas porque había corrido el rumor (inverosímil, cómico) que llevaba un estimulador anal, que normalmente tiene otras funciones, para recibir mensajes en código morse que le indicaban qué pieza debía mover. Él contemplaba la escena con aquella mirada perdida de antes, indiferente al ultraje. De hecho, puestos a encontrar explicaciones “científicas” a su hipotética trampa, quizá deberían haber escaneado la melena. Era más fácil que escondiera bolitas pérfidas en aquel bosque de pelo que en el culo.
Pero tenemos que retroceder. En septiembre, en la Copa Sinquefield de St. Louis, el campeón del mundo, Magnus Carlsen, perdió con Niemann después de 49 partidas invicto. El noruego, el hombre más importante del mundo del ajedrez (y el más rico), acusó al estadounidense de haber hecho trampas. Llegó a citar a Mourinho (¡Carlsen es del Madrid!) y dijo: “No hablo porque, si no, tendré problemas”. No aportó prueba alguna, pero la plataforma Chess.com no tardó en publicar un estudio según el cual Niemann era un reconsagrado estafador. Demostró que entre los 12 y los 17 años había utilizado potentes programas informáticos en paralelo a las partidas que jugaba online. Es decir, mientras simulaba que, desde su casa, jugaba solo con el cerebro, en realidad (en más de 100 partidas) se fiaba de otra pestaña inteligente que tenía abierta en el ordenador. Niemann reconoció la trampa y dijo que no volvería a hacerlo. Pero también conviene retener un dato importante. Chess.com acababa de comprar por casi 100 millones de dólares la plataforma Chess24, propiedad de Carlsen.
En resumen, quien piense que el ajedrez profesional es una balsa de aceite se equivoca. Bajo la apariencia nítida, pulcra y binaria de las blancas y las negras, se esconden insidias y traiciones, envidias y odios profundos. El ajedrez es un juego en el que las reglas generan un caos ordenado, son una ficción concentrada en 64 casillas que provoca situaciones tan hilarantes como la de Kaspárov cuando perdió el segundo duelo con la computadora Deep Blue. Corría el año 1997, en Nueva York. El Azul Profundo de IBM calculaba jugadas con una rapidez colosal, sin embargo, en una partida se detuvo tres minutos. ¡Tres minutos! "Entonces", dijo Kaspárov, "comprendí que había empezado a pensar", pero, sin embargo, el campeón ruso, incrédulo, denunció que tras el prodigio cibernético se escondía un humano, como ya había ocurrido con aquel invento de von Kempelen en el siglo XVIII, una “máquina” vestida como si fuera un turco que, en su interior, hospedaba a un hombrecillo que pensaba. Ahora ya sabemos que los ordenadores piensan y rectifican y aprenden y ganan, y es ahí donde reside hoy el problema de Niemann.
Unos y otros deberían leer a Nabókov, que era experto en plantear problemas de ajedrez: “Tiene las mismas virtudes que el arte: originalidad, inventiva, concisión, armonía, complejidad, y una espléndida falta de sinceridad”.
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