"¿Y?" | Cuando ser rey es un tic
Un viejo rey siempre hará como que es rey, aunque está retirado y ya no lo sea; tiene demasiado hábito
Un viejo rey siempre hará como que es rey, aunque está retirado y ya no lo sea; tiene demasiado hábito. Cambiar un hábito, obligado por las circunstancias, y no por gusto, es dificilísimo, casi tanto como cambiar una opinión. ¿Quién cambia de opinión así como así? Hay que admirar a la gente que lo hace y que no le importa admitir que no tenía razón, ni antes, ni seguramente ahora. Ese cambio es una aventura fascinante, como cuando respondes «sí; no; bueno, sí; espera, no; bah, qué más da, sí; aunque mejor no», y la pregunta era solo si querías vino tinto. Hacer de rey se vuelve tentador incluso cuando eres taxista, poeta, funcionaria, ganadero, ingeniera, conductor de autobús. Ser rey también es un tic. En un momento dado te sale sin querer, por pura soberbia.
Hacer de rey tiene algo de gestual: saludas en la lejanía, navegas, hablas llanamente, bajas la ventanilla del coche, dejas escapar un trocito de tu importancia con un «¿Y?»… Años atrás entablé confianza con un hombre que se pasaba las tardes tecleando en una máquina de escribir imaginaria, en una plaza cerca de mi piso. Parecía cuerdo. Fumaba cigarros también imaginarios. Algunos días lo invitaba a uno de verdad. Podía estar horas tecleando en el aire. Incluso corría el tambor al llegar al final de la línea. Un día le pregunté si estaba con una novela. Puso un dedo en los labios y me mandó callar. A veces me asomaba por detrás, como para espiar lo que escribía, y le decía «Vas bien. Va a ser un librazo. ¿Tienes agente?». De la noche a la mañana desapareció. No lo vi nunca más. Pasó el tiempo y un domingo, en Madrid, vi a una mujer tocando un piano imaginario, como una virtuosa. Parecía un fantasma, y como fantasma, actuaba bajo el mismo embrujo que el hombre que escribía en aquella máquina de escribir inexistente.
Me acordé de estos seres espectrales al ver al rey emérito en Galicia, moviéndose, dejándose llevar, diciendo sencilleces, como el rey bromista que un día fue, al que gritan casi siempre palabras agradables, aunque nunca «genio», cosa que no se entiende. Me parece que a través de los tres personajes se verifica la existencia de la irrealidad. En el caso de Juan Carlos I la sensación de fantasía se acrecienta porque ya hay otro rey en su lugar –¡casualmente un hijo suyo!– que lentamente lo ha ido empujando del escenario, hasta reducirlo a un nombre de calle, parque, avenida, incluso a estatua viviente.
La grandeza de un monarca se reserva estas jugarretas del destino: quedar degradado a bustos de hierro, a pinturas al óleo, a letreros de pabellones. No hay apariencia de eternidad en ello. En poco tiempo, eres un armatoste, una figura de escayola, un animal disecado. Y todavía estás vivo. «Haz que eres rey», te dices por las mañanas, y pides quizás codorniz de desayuno, mientras ruegas al cielo que no te ocurra nada parecido a lo que al papa Juan Pablo II, a quien un fotógrafo, en la Basílica de San Pedro, le pidió en cierta ocasión «Santidad, haga que reza», rebajándolo a pelele.
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