Décima avenida

'Catalangate': El sentido de Estado de Margarita Robles

Como con la corrupción, el problema no es que el espionaje exista, sino qué sucede cuando se descubre

Margarita Robles.

Margarita Robles. / J.J.Guillén

Joan Cañete Bayle

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No sé qué es más escandaloso: que la ministra de Defensa, Margarita Robles, justifique el espionaje a políticos, abogados y familiares del ‘procés’ o que diga que desconoce qué es la revista ‘The New Yorker’. No es que me preocupe que Robles se haya perdido a lo largo de su vida la revista en la que han publicado, qué se yo, de Hannah Arendt a Seymour Hersh, pasando por Truman Capote o David Remnick. Lo que preocupa es que tengo para mí que en realidad Robles sí sabe perfectamente qué es ‘The New Yorker’, pero que considera que para defender su posición en lo referente al ‘Catalangate’ vale cualquier hipérbole e inexactitud, incluso una que la presente a ella en pleno Parlamento como una zafia. “Las cosas que uno hace por amor”, decía Jamie Lannister en el primer libro de ‘Juego de Tronos’ antes de empujar al vacío al niño Bran, después de que el benjamín de los Stark los hubiera descubierto a él y a su hermana Cersei, la reina, en pleno incesto. Las cosas que una hace por sentido de Estado, igual pensó Robles para sus adentros cuando terminó el rifirrafe parlamentario. 

A mí no me escandaliza que un Estado espíe. Espiar, lo que se dice espiar, parece que es de lo más normal, lo hacen desde Estados hasta partidos políticos, desde aspirantes a Estado hasta cónyuges celosos, desde enemigos de presidentes de federaciones deportivas hasta las empresas cuyas app instalamos en nuestros móviles. En los años del ‘procés’ lo extraño, lo pasmoso, hubiera sido que el aparato de seguridad del Estado español no hubiese espiado al independentismo catalán. El espionaje es una realidad –hasta hay normas legales para regularlo, incluidas las escuchas telefónicas-- con la que todo el mundo debe convivir, pero si además tu intención confesa es superar la Constitución y decretar la República catalana, las posibilidades de ser espiado aumentan exponencialmente.  

Las preguntas

Como con la corrupción, el problema no es que el espionaje exista, sino qué sucede cuando se descubre, porque si lo que denuncia el Citizen Lab es cierto, en este presunto espionaje hay indicios que tienen todo el aspecto de ser delictivos. El espionaje por sí mismo, el qué, no es el escándalo del ‘Catalangate’. Las respuestas a otras preguntas son más interesantes: ¿A quién se espió? ¿Quién ordenó ese espionaje? ¿Lo sabía el Gobierno? ¿Se cumplieron de forma escrupulosa todos los pasos legales bajo los que se regula el espionaje? No es de estados democráticos espiar a abogados. Ni a parientes de dirigentes políticos. ¿Cumplió las reglas un espionaje de estas características, tan indiscriminado? ¿Lo ordenó el Gobierno? Si no es así, ¿quién? ¿A espaldas o con conocimiento del Ejecutivo? 

Afirmó la ministra Robles en el Congreso que no hay pruebas de delito y que todo se aclarará cuando se puedan dar las explicaciones en los foros confidenciales previstos para ello. Me gustaría creerla, pero como no me creo que no sepa qué es ‘The New Yorker’ y como me temo que prefiere quedar como una zafia si ello es lo que requiere defender el sentido del Estado, me cuesta mucho confiar en sus palabras. La imagino en lo alto de Winterfell, Cersei despeinada a sus espaldas, viendo caer al vacío los derechos fundamentales de las víctimas del espionaje, que además de independentistas catalanes son ciudadanos españoles como cualquier otro protegidos por el Estado de derecho, y susurrando: “Las cosas que una hace por amor”. 

Por amor al Estado, en defensa de la nación, se ha justificado a lo largo de los siglos lo injustificable. El amor al Estado y la nación es tan grande que si para defenderlo hay que pasar por encima de los derechos fundamentales de los ciudadanos que lo forman, pues se pasa, que es por tu bien, tonto. El sentido de Estado, el patriotismo, no suele adoptar la forma de la defensa de los servicios sociales, por ejemplo; o de la defensa del Estado de derecho sin fisuras, sin aceptar atajos, levantamientos de cejas ni torturadas interpretaciones; o de la aceptación sincera de la diferencia sin considerarla una amenaza. La idea de que el sentido de Estado, la defensa de la nación y de la patria son fines supremos a preservar por encima de cualquier otra consideración suele cojear siempre del mismo lado y, sin control, rigor, contrapesos, crítica, supervisión y depuración de responsabilidades ante los excesos, acostumbran a acabar muy mal. Además de ‘Juego de tronos’, conviene leer ‘Eichmann en Jerusalén’, cuya primera edición, por cierto, Hannah Arendt publicó en ‘The New Yorker’. 

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