Artículo de Jordi Nieva-Fenoll

Pegasus: autopista al infierno

En democracia no se pueden matar moscas a cañonazos, y hay que preservar forzosamente los derechos fundamentales de los ciudadanos, entre ellos el derecho afectado en estos casos: el derecho a la intimidad

Oficinas del grupo NSO, la compañía creadora del software de espionaje Pegasus, en el valle de Aravá, en el sur de Israel.

Oficinas del grupo NSO, la compañía creadora del software de espionaje Pegasus, en el valle de Aravá, en el sur de Israel. / MENAHEM KAHANA

Jordi Nieva-Fenoll

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Pegasos, en realidad. Un caballo alado de la mitología griega, que tal vez los creadores del programa informático espía confundieron con el caballo de Troya, al que se parece muchísimo más por su finalidad. Su funcionamiento es tecnológicamente complejo y aunque, aprovechando vulnerabilidades de los sistemas operativos, ha llegado a funcionar en ocasiones sin que el usuario del teléfono espiado cliquee ningún link, lo habitual es que sí lo haga ingenuamente.

Los gobiernos pueden utilizar estos programas, pero siempre con autorización judicial. En España, esto solo es posible en el marco de una investigación penal por un delito concreto. Pero en el ámbito de las actividades de espionaje del Centro Nacional de Inteligencia es un magistrado del Tribunal Supremo quien debe proceder a la autorización, especificando los motivos que llevan a practicar la vulneración de la intimidad de la persona espiada. Sobre dichos motivos es extraordinariamente parca la ley aplicable al caso (Ley Orgánica 2/2002, de 6 de mayo, reguladora del control judicial previo del Centro Nacional de Inteligencia), y hay que acudir a la ley 11/2002, de la misma fecha, reguladora del Centro Nacional de Inteligencia, para descubrir que esos motivos deben ser los propios que justifican la existencia del CNI: “prevenir y evitar cualquier peligro, amenaza o agresión contra la independencia o integridad territorial de España, los intereses nacionales y la estabilidad del Estado de derecho y sus instituciones”.

El redactado anterior es extraordinariamente amplio, ciertamente, pero no todo vale. En democracia no se pueden matar moscas a cañonazos, y hay que preservar forzosamente los derechos fundamentales de los ciudadanos, entre ellos el derecho afectado en estos casos: el derecho a la intimidad. Cualquier restricción que se haga del mismo no puede llevar a la anulación del derecho, y debe respetar en todo caso el principio de proporcionalidad, lo que obliga a que la limitación del derecho sea la mínimamente indispensable para conseguir su fin. Eso es justamente lo que debe razonar el magistrado autorizante, y cualquier exceso en esta materia debe ser evitado.

La resolución del magistrado existe. Su nombramiento lo realiza por cinco años el pleno del Consejo General del Poder Judicial y es publicado en el Boletín Oficial del Estado. Además, la necesaria transparencia del ejercicio del poder que debe existir en democracia obliga a revelar el contenido de dicha resolución, que debe ser conocida al menos por la comisión a tal efecto del Congreso de los Diputados. La única información reservada, incluso para los miembros de esa comisión, es la relativa a las fuentes y los medios empleados por el Centro Nacional de Inteligencia, así como los datos obtenidos por el espionaje que no tengan que ver con la investigación emprendida y autorizada por el magistrado, cuya destrucción puede ordenar el Gobierno de propia autoridad, a través del Secretario de Estado Director del Centro Nacional de Inteligencia.

¿Y los datos obtenidos con la investigación que sí tengan que ver con la misma? La preconstitucional ley 9/1968 sobre secretos judiciales no lo pone fácil, aunque exige informar de los datos reservados al Congreso de los Diputados y al Senado en sesiones secretas. 

Como se puede comprobar, son enormes las posibilidades de opacidad de los que manejan la información. Los estados consideran, no sin algo de soberbia testosterónica, que todo ello es necesario para protegerse. Desde hace años, tanto EEUU como el Reino Unido han promovido directa o indirectamente películas y novelas muy populares para normalizar la existencia de este oscurantismo en democracia, legitimándolo de ese modo entre una población extraordinariamente ingenua, que sigue con pasión a James Bond o a tipos vomitivos como el descrito por la reciente película 'Nobody'. Hasta siente proximidad y complicidad con ellos. Tal vez ignoran que ese espacio sombrío de la democracia es lo mismo que una sala de torturas. Un lugar donde los derechos no existen, se anula a la persona y es posible que cualquiera muera sin dejar rastro, sin la alegría libertaria de la “autopista al infierno” de la inolvidable canción de AC/DC. Tal vez todo ello no les inquiete, pero debería hacerlo.

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