OPINIÓN

Aquellos años maravillosos en Rusia

Una semana de guerra en Rusia

La periodista Carmen Umbón, testigo del desmembramiento de la URSS, recuerda el entusiasmo que generaba aquellos años la ilusión del tránsito a la libertad

Una zona destrozada por un bombardeo en Óblast de Kiev

Una zona destrozada por un bombardeo en Óblast de Kiev / REUTERS / POLICÍA DE ÓBLAST DE KIEV

Carmen Umbón

Carmen Umbón

Por qué confiar en El PeriódicoPor qué confiar en El Periódico Por qué confiar en El Periódico

Fueron años maravillosos. Pasaron cosas tan increíbles y alentadoras que, de verdad, muchos creímos ingenuamente que el mundo estaba cambiando para bien. Antes de residir en Moscú en 1992, en la década de los 80 visité varias veces la Unión Soviética. Pasaron cosas extraordinarias en aquellos años pero los testigos más entusiastas éramos los progres de medio mundo, algún analista excéntrico y un puñado de políticos que creían que aquel estado gigantesco podría transformarse desde dentro, de forma pacífica, en una sociedad productiva, moderna y democrática.

 A los ciudadanos soviéticos de cierta edad la prudencia y la experiencia los mantenía expectantes, pero los más jóvenes, sin embargo, consideraban que había razones para el optimismo: Mijaíl Gorbachov y Ronald Reagan firmaron en diciembre de 1987 un tratado de desarme que puso fin a la Guerra Fría. En otoño de 1989 cayó el Muro de Berlín y un año después se reunificó Alemania. ¿Había o no motivos para la alegría? Claro que sí. Mis amigos y yo estábamos exultantes.

 Gorbachov, recibido en Madrid al grito de “torero, torero” como si fuera una estrella del rock o del deporte, triunfaba en el mundo con la perestroika y la glásnost (reforma y transparencia) y las expectativas de cambio se reflejaron de inmediato en los estados socialista del Pacto de Varsovia, cuyos gobiernos entraron en crisis e iniciaron sin demasiados aspavientos su transición hacia la democracia y el capitalismo.

 El único acontecimiento realmente trágico de aquel periodo fue Chernóbil. Sin embargo, el accidente de la central nuclear ucraniana (26 de abril de 1986), con su terrible balance de víctimas a corto, medio y largo plazo, solo vino a corroborar que el sistema soviético estaba obsoleto y requería grandes cambios. Nada que no estuviera ya contemplado en los planes del político reformista más lanzado de la historia. Pero como decía mi amiga Seda, hay que ser prudente con las expectativas porque “todo, incluso lo que va mal, puede empeorar”. Y empeoró. 

El golpe fallido contra Gorbachov (agosto del 91) fue el preludio de la desintegración de la URSS en diciembre, y llegó de la mano de Boris Yeltsin, presidente de Rusia, y de sus homólogos de Ucrania y Bielorrusia. El resto de la Federación aceptó independizarse y Gorbachov se quedó sin nada que presidir. Una curiosa modalidad de golpe de Estado.

Cuando llegué a Moscú unos días después de este acontecimiento, en enero de 1992, todo había cambiado. El invierno fue duro, o al menos a mí me lo pareció, pero mis vecinos de la avenida Kutúzovsky me aclararon, que no, que era más o menos igual que todos, solo que de pronto, por razones desconocidas, en algunas zonas de la capital empezó a fallar la calefacción

El origen de las grandes fortunas

Las condiciones de vida de todos, rusos y exsoviéticos, empeoraron sensiblemente mientras la inflación galopaba, todos los servicios se deterioraban, y las privatizaciones de los bienes del Estado —en teoría del pueblo y bajo su custodia— pasaban a manos privadas y se convertían en el origen de las grandes fortunas. La gente estaba desesperada y atribuía a los cambios políticos sus penalidades. Porque lo cierto es que entre el final de la URSS y la llegada de Vladímir Putin la población de la URSS se redujo de 148,5 millones de personas a 146,3.

 Un país acostumbrado a las carencias y penurias materiales desde siglos perdió súbitamente la única satisfacción que tenía: saberse miembro de una gran potencia construida con su entrega y su esfuerzo. La gente experimentó un amargo sentimiento de derrota.

 La nueva mafia rusa se fue consolidando y todo se produjo en medio de un gran desorden. La inmersión en el capitalismo de la mano de Yeltsin, fue brutal y catastrófica. Y aquí hay que señalar la miopía o la mala intención de Occidente que no trató de frenar la debacle, y en vez de apoyar las reformas progresivas de Gorbachov prefirieron el método duro y sin anestesia de Yeltsin porque les garantizaba un rival dividido y en crisis, mucho más manejable. Tampoco hay que olvidar que Vladímir Putin fue el delfín de Yeltsin, primero como primer ministro y después como presidente. Y que su trayectoria se les ha escapado de las manos porque con ellos se consolidó la corrupción a gran escala. Los bienes colectivos se esfumaron para reaparecer en cuentas corrientes y negocios por todo el mundo a nombre de oligarcas y testaferros de altos cargos.

Boris Urov, inspector jefe de la Fiscalía general rusa en aquella época dijo en una ocasión: “Es maravilloso que el Telón de Acero haya desaparecido, pero también fue un escudo defensivo para el Oeste. Ahora hemos abierto las puertas y eso es muy peligroso para el mundo. América está recibiendo criminales, y nadie tendrá recursos para pararlos. Ustedes, gente del Oeste, no conocen todavía a nuestra mafia. Van a ver, van a ver...”.

En marzo de 1992 viajamos a Kiev y visitamos Chernóbil con un permiso especial para entrar en la zona. Fue desolador contemplar aquellos pueblos fantasma abandonados repentinamente con sus calles y sus edificios que aún se mantenían enteros, aunque eran periódicamente expoliados por gente que luego vendía lo robado en mercadillos sin revelar su origen. Fue peor aún visitar autoridades y centros médicos en la capital para recabar información sobre los afectados. Los testimonios eran desgarradores. En la zona de exclusión, entre el segundo y el tercer círculo, vivían algunos campesinos ya mayores que rehusaron marcharse porque dada su edad no temían los efectos de la radiación y no fueron obligados. Una familia nos invitó a comer unas truchas fantásticas y gigantescas pescadas en las aguas contaminadas. Naturalmente las rehusamos educadamente fingiendo un compromiso que no teníamos.

Volvimos en verano y navegamos por el Dniéper desde Kiev hasta Odesa, durmiendo en el barco y parando en los puertos fluviales donde había algo o alguien interesante que conocer. El río es la frontera que algunos analistas creen que quiere imponer Rusia para separar la zona oriental de Ucrania. Guardo hermosos recuerdos de ese viaje y me apena profundamente pensar en aquellas gentes que parecían felices con su recién alcanzada independencia.

Suscríbete para seguir leyendo