Un destello de luz en la Sagrada Família
Care Santos
Escritora
El encendido de la estrella de la Sagrada Família me ha pillado en días atribulados. No pude estar allí, mezclada entre la multitud que admiró el estreno y he tenido que conformarme con verlo en la tele, en diferido, y en leer la noticia en los diarios compartidos de una sala de espera. A pesar de ello, o tal vez precisamente por eso, ha sido un destello de luz (literal y del otro) en una semana oscura. Y por lo mismo, presiento que este artículo va a salir un poco cursi, muy partidario de resplandores y de alegrías. Porque eso ha sido para mí la estrella de la torre de María: una alegría. Y que me perdonen los austeros, los toscos, los minimalistas, los serios, los cabreados, los críticos y todos aquellos que crean que esa luz en lo alto de la torre es lo peor que le podía pasar a Barcelona.
Lo voy a decir de una vez: la estrella me encanta. Seguí con deleite todas las informaciones previas a su colocación. Fui a verla el día que la izaron, esperaba ansiosa el momento del fulgurante estreno. Y me hubiera encantado estar ahí el día en que se iluminó por primera vez, con bendiciones y fastos. Les doy la razón a quienes piensan que es un detalle kitsch, pero hay que reconocer que Gaudí y su obra -y el modernismo en general- fue bastante kitsch, con lo que la estrella no creo que desentone en absoluto, y además sospecho que gustaría mucho al arquitecto, cuyas ocurrencias tan a menudo horrorizaron a sus contemporáneos. Solo les recuerdo que durante años se conoció a la casa Milà -la Pedrera- con el sobrenombre de “la casa fea” y que incluso las cartas dirigidas a sus inquilinos llegaban con ese nombre en el destinatario.
También doy la razón a quienes dicen que el proyecto faraónico de la Sagrada Familia está desfasado y fuera de lugar en una época que tiende a lo personal, lo pequeño, lo concreto. Es decir, no a grandes basílicas sino a pequeñas parroquias de barrio. El proyecto de la Sagrada Família, estrella incluida, no cabría en la Barcelona del futuro, pero cupo en la del pasado, y entronca con ella, esa Barcelona que soñó con derribar sus murallas y que contó con artistas que se atrevieron a imaginar lo que no imaginaba nadie, y a hacer tangibles esas ideas descabelladas.
Tampoco estoy de acuerdo con los que desde 1990 se escandalizan por el conjunto escultórico de Josep Maria Subirachs en la fachada de la Pasión y por la diversidad de estilos en que sumió al templo, como si eso fuera un defecto y no un lujo que la Sagrada Família puede permitirse, en mi opinión, por ser lo que es: una obra monumental, inclasificable, inimaginable, inabarcable hoy día. Algo que no parecía posible y que se está terminando de construir, como dejó escrito el poeta Joan Maragall en su Oda Nova a Barcelona “contra tot lo humà i lo diví”.
Eso es, precisamente, lo que más me emociona: que la Sagrada Família esté ahí. Que exista. A pesar de todo y de todos. A pesar de la gente “sorruda i dolenta / que se’n riu i flastoma i es baralla i s’esventa” (de nuevo Maragall). Y me gusta que la estrella vaya a convertirse en símbolo de Barcelona. No se me ocurre otro mejor.
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