Un destello de luz

Un destello de luz en la Sagrada Família

La estrella de la Sagrada Familia ya ilumina Barcelona, junto a la Luna.

La estrella de la Sagrada Familia ya ilumina Barcelona, junto a la Luna. / ROBERT RAMOS

Care Santos

Care Santos

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El encendido de la estrella de la Sagrada Família me ha pillado en días atribulados. No pude estar allí, mezclada entre la multitud que admiró el estreno y he tenido que conformarme con verlo en la tele, en diferido, y en leer la noticia en los diarios compartidos de una sala de espera. A pesar de ello, o tal vez precisamente por eso, ha sido un destello de luz (literal y del otro) en una semana oscura. Y por lo mismo, presiento que este artículo va a salir un poco cursi, muy partidario de resplandores y de alegrías. Porque eso ha sido para mí la estrella de la torre de María: una alegría. Y que me perdonen los austeros, los toscos, los minimalistas, los serios, los cabreados, los críticos y todos aquellos que crean que esa luz en lo alto de la torre es lo peor que le podía pasar a Barcelona.

Lo voy a decir de una vez: la estrella me encanta. Seguí con deleite todas las informaciones previas a su colocación. Fui a verla el día que la izaron, esperaba ansiosa el momento del fulgurante estreno. Y me hubiera encantado estar ahí el día en que se iluminó por primera vez, con bendiciones y fastos. Les doy la razón a quienes piensan que es un detalle kitsch, pero hay que reconocer que Gaudí y su obra -y el modernismo en general- fue bastante kitsch, con lo que la estrella no creo que desentone en absoluto, y además sospecho que gustaría mucho al arquitecto, cuyas ocurrencias tan a menudo horrorizaron a sus contemporáneos. Solo les recuerdo que durante años se conoció a la casa Milà -la Pedrera- con el sobrenombre de “la casa fea” y que incluso las cartas dirigidas a sus inquilinos llegaban con ese nombre en el destinatario.

También doy la razón a quienes dicen que el proyecto faraónico de la Sagrada Familia está desfasado y fuera de lugar en una época que tiende a lo personal, lo pequeño, lo concreto. Es decir, no a grandes basílicas sino a pequeñas parroquias de barrio. El proyecto de la Sagrada Família, estrella incluida, no cabría en la Barcelona del futuro, pero cupo en la del pasado, y entronca con ella, esa Barcelona que soñó con derribar sus murallas y que contó con artistas que se atrevieron a imaginar lo que no imaginaba nadie, y a hacer tangibles esas ideas descabelladas.

Tampoco estoy de acuerdo con los que desde 1990 se escandalizan por el conjunto escultórico de Josep Maria Subirachs en la fachada de la Pasión y por la diversidad de estilos en que sumió al templo, como si eso fuera un defecto y no un lujo que la Sagrada Família puede permitirse, en mi opinión, por ser lo que es: una obra monumental, inclasificable, inimaginable, inabarcable hoy día. Algo que no parecía posible y que se está terminando de construir, como dejó escrito el poeta Joan Maragall en su Oda Nova a Barcelona “contra tot lo humà i lo diví”.

Eso es, precisamente, lo que más me emociona: que la Sagrada Família esté ahí. Que exista. A pesar de todo y de todos. A pesar de la gente “sorruda i dolenta / que se’n riu i flastoma i es baralla i s’esventa” (de nuevo Maragall). Y me gusta que la estrella vaya a convertirse en símbolo de Barcelona. No se me ocurre otro mejor.

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