Opinión | EDITORIAL
El polvorín de la inseguridad
Los ciudadanos pueden exigir a las administraciones que ejerzan sus funciones pero no abrir una peligrosa dinámica persecutoria
En los últimos meses se han sucedido diversos incidentes preocupantes en ciudades catalanas como Badalona, Santa Coloma de Gramenet, Premià de Mar, Mataró y Llançà. En algunos casos se han tratado de reacciones violentas, en caliente, contra delincuentes atrapados in fraganti; en otros, de asaltos organizados contra las viviendas ocupadas por jóvenes detenidos reiteradamente por presuntos delitos, identificados por los vecinos como responsables de perturbar la convivencia en el barrio o acusados de delitos más graves sin ninguna evidencia fundamentada para ello. En unas ocasiones los incidentes han implicado al vecindario que había sido testigo de los hechos; en otros responden a la envenenada dinámica de la organización de patrullas ciudadanas.
Hay señales –y precedentes que lo corroboran, como las acciones contra albergues para menores extranjeros no acompañados– de que tras la organización de algunos de estos movimientos están presentes militantes o grupúsculos alineados con la extrema derecha xenófoba. Y algunas de las actitudes agresivas que se han expresado tienen este componente, sea o no sea su motivación fundamental. De lo que no hay duda es de la voluntad de partidos como Vox de alimentar, redirigir y explotar este malestar en un sentido de clara hostilidad hacia la población inmigrante. Con todo, aunque esta pulsión pueda actuar como detonante o agravante de esta tensión, o pretenda instrumentalizarla, el malestar de los vecinos no puede ser explicado con este único argumento. <strong>Existe un problema real de seguridad ciudadana, </strong>con causas de fondo que deben ser abordadas y recursos para hacerle frente que resultan claramente insuficientes tanto desde el flanco social como desde el policial y el judicial.
Entre los años 2017 y 2018, llegaron a Catalunya 4.200 menores no acompañados. La inmensa mayoría de ellos siguen tutelados, han logrado algún tipo de integración o han viajado a otros países donde realmente querían llegar. Una parte de ellos se encuentran en la calle, descolgados, sea por su propio rechazo de los recursos dispuestos para acogerlos e integrarlos, sea por la imposibilidad de regularizar su situación laboral que les pone en la tesitura de optar por formas de ganarse la vida que dan de lo irregular a lo ilegal. Las dificultades para ofrecer un futuro a una parte de este colectivo, que no es el único protagonista de los hechos que han generado tensiones pero que no es ajeno a ellos, son una de las causas de lo que está sucediendo. Pero también las trabas legislativas y la falta de efectivos de policía de proximidad que impiden frenar la pequeña delincuencia multirreincidente, las ocupaciones de viviendas y las actividades incívicas que incluso sin ser delictivas pueden crispar enormemente la convivencia vecinal.
Ante estos incidentes, es comprensible la expresión de la queja, la identificación de los posibles riesgos y la exigencia de soluciones a las autoridades; como también las iniciativas ciudadanas que buscan mejorar la convivencia u ofrecer recursos a colectivos vulnerables. Pero de todas las múltiples reacciones posibles, la organización de colectivos que pretendan patrullar las calles nunca ha sido una buena idea. No se puede pretender ejercer funciones de seguridad ciudadana, que solo corresponden a los cuerpos policiales que disponen de la autoridad, la formación y los recursos y que están sometidos a las garantías de respeto a los derechos fundamentales, incluidos la presunción de inocencia. Ejercer de juez y parte es un inmenso error, que además puede abrir las puertas a quienes quieren agitar las banderas del odio y la intolerancia alimentándose de una tensión social que, desgraciadamente, en un escenario de intensísima crisis económica tiene más posibilidades de crecer que de aplacarse. Más aún si se alimenta con actuaciones irresponsables.
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